—Ésto no puede ser —digo, pasándome las manos por el cabello y dejando caer la toalla que me cubría, al piso—. Lo estoy imaginando. De seguro estoy imaginando una idiotez.
Con mis latidos retumbando en la garganta, mis sienes a punto de explotar y mi respiración agitada, totalmente desnuda busco por cada rincón del dormitorio alguna pista. Remuevo las sábanas para ver si al menos encuentro una prenda suya; quizá se haya olvidado de sus pantalones o la camisa. Vuelvo a abrir cada cajón y compartimiento del mobiliario que decora la recámara. Me dirijo desde el marco del baño hasta el ventanal unas cinco o seis veces pero el resultado es el mismo; no hay nada. No hay prenda o accesorio que me pertenezca. No hay vestigio del hombre que amo, y al que me entregué en cuerpo y alma anoche. Sencillamente no hay rastro de que durante éstos dos meses, fui yo quién habitó éste cuarto.
—Él no sería capaz de hacerlo —pienso en voz alta, bloqueando la angustia que comienza a carcomerme por dentro—. Tal vez quiere que a partir de hoy, duerma en su habitación —lleno mis pulmones de oxígeno y con paso tembloroso me acerco a la pequeña butaca de asiento redondo y terciopelo color azul que llama poderosamente mi atención—. Rashid mudó mis cosas a su habitación mientras dormía —repito—. Es eso, sólo mudó mis cosas.
Exhalo lentamente como si pecho estuviera comprimido, aplastado por un enorme bloque de concreto y parándome delante de la banca una lágrima llena de rabia y dolor resbala por mi mejilla.
Al carajo mi suposición.
Perfectamente doblado encima del asiento, se encuentra mi atuendo del día. Ropa que en nada se asemeja a los vestidos floreados y shorts holgados que suelo usar. Un sublime conjunto de lino, de pantalón y blusa sin mangas en tonalidad limón, que rompe completamente las normas sociales de Arabia es lo que visualizo.
No es discreto, no cubre mis hombros, su escote es pronunciado y sin lugar a dudas, junto a las sandalias de tacón y la lencería, ésta indumentaria se adecúa más a... Un viaje, que a una tarde de entre casa.
Sin embargo, no es el impacto visual de la ropa lo que me produce una terrible sensación de congoja. Tampoco lo es el hecho de despertar y ver la recámara vacía y al hombre que se llevó mi virginidad lejos de ella. Definitivamente aunque eso duele y me pega un guantazo directo a la cara, lo que termina de golpearme a knock out, es la diminuta tarjeta que se ubica al lado de las prendas prolijamente dobladas. Una pequeña tarjeta blanca, con su letra inscrita en tinta negra.
Recojo la nota y pese a que tendría que mantenerme serena, madura como la Nicci centrada que aparento ser, llorando en silencio me dirijo al borde de la cama y tomo asiento. Analizo a detalle cada letra plasmada en el papel, y lo detesto. Lo detesto porque a pesar de que era obvio que ocurriría en cualquier momento, ni la más cuerda y realista persona de éste mundo habría imaginado que después de nuestra noche juntos, Rashid actuaría con tanta cobardía y hostilidad.
"Perdóname" Es lo único que dice la nota. Una sola palabra que revela demasiado, y que lastima enormidades.
La decepción me consume rápidamente, y presa del impulso irracional, descargo mi frustración estrujando con fuerza el papel.
Fui víctima de una ilusión, de una esperanza, de un trato tan cariñoso como inolvidable y ahora me toca pagar las consecuencias.
Limpio mis lágrimas, sobo por la nariz, y convirtiendo su miserable carta de disculpas en un bollo, lo lanzo al rincón más lejano de la alcoba.
Su "Perdóname" no implica cambio de habitación, tampoco dormir juntos a partir de hoy, y muchísimo menos significa una nueva oportunidad para empezar lo nuestro desde cero, sin miedos y sin murallas.
Rashid y yo sabemos a la perfección que esa simple y desgarradora palabra tiene otra connotación: la de una cruel despedida.
Y reconozco que la culpa ante ésta amargura que me inunda es mía, porque yo fui quién lo persuadió de romper los límites que nos separaban a los dos. Yo me engañé a mí misma diciendo que estaba lista para éste momento; que estaba dispuesta a entregarme a él y luego afrontar la tormenta.
Le mentí a mi alma, e intenté convencerme de que habría más amor, romance y aventuras con el magnate, si yo lo metía entre mis sábanas, mis piernas, y mis sentimientos.
Termino de ponerme la ropa interior, y a medida que subo los pantalones de caída recta, asumo que quizás hubo una mezcla de realidad con fantasía, y el resultado ahora es calamitoso.
Posiblemente no estaría atravesando ésta gigantesca desazón si el desenlace se hubiese desarrollado bajo otras circunstancias, ya que, con sinceridad ¿qué mujer puede, o tiene la fortaleza de enfrentar un adiós después de abrir los ojos, hallarse desnuda, sola en una cama, y sin el hombre que quiere?
Es cuestión de orgullo, de dignidad femenina; simplemente es cuestión de sentimientos.
Y no hay terapia que valga. No existe Janko, psicoanálisis, ni medicación. No estoy loca o trastornada por sentirme así de mal. Tampoco habrá marcha atrás, luego de que abra la puerta, cruce el pasillo, baje las escaleras y me tope con un libro a punto de cerrarse; con un epílogo que definitivamente no quiero leer.