Al Mejor Postor Libro 1

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Uno, dos, tres y cuatro, son los metalizados escalones que voy bajando en dirección a la pista de aterrizaje. Escalones que de una forma irrevocable terminan separándome de él. Del hombre tan hermoso, enigmático y cautivador, como cruel. Sobre todo eso, cruel. El que sin darse cuenta, cumplió al pie de la letra aquello que prometió al principio, por allá; durante mis primeras horas de cautiverio en Arabia: enamorarme de una manera dependiente, incomprensible e intensa, para después dejarme ir. 

Inspiro hondo, y a medida que lleno mis pulmones de oxígeno, noto cómo la desazón palpita en mi pecho. Debería haberlo entendido, haberme puesto en su lugar y ser menos pasional y más racional. Debería haber hecho muchas cosas, entre ellas darle mi último beso, pero no lo hice. Lo amo. Dios sabe que lo amo demasiado, no obstante me lastimó. Me lastimó y no quiero llorar por eso; no quiero entregarme a la oscuridad tan depresiva y amarga que me consumió por años; no quiero odiarlo, porque no puedo. No puedo, ni podría odiar a Rashid por haberme hecho el amor, haberme conquistado con palabras dulces, gestos caballerosos, y las atenciones más nobles que alguien mostró por mí jamás.

En resumidas cuentas, odiar es un verbo que nunca se relacionará con el arabillo arrebatador. Percibo resentimiento y no debo mentirme; un enorme resentimiento porque me marché con las manos vacías; porque lo nuestro se sentenció, cuándo aún diciéndole que lo amaba, Rashid no dio vestigio de esperanza para salvar lo que no se tenía que terminar si ni siquiera había empezado.

Muchos afirman que ésta, como tantas otras son etapas en la vida que se van quemando. Etapas que se superan pero no se olvidan.

Es que... ¿Cómo olvidarse de lo que te ha hecho tan feliz?

¡Imposible!

Piso el asfalto y la familiaridad me invade de pies a cabeza. Escucho el sonido del jet, alistándose para volver a despegar, y aceptando a desgana la maleta que la azafata insiste en que agarre, comienzo a caminar por la pista.

El gran Leonardo Da Vinci, o Aeropuerto de Fiumicino me recibe con calidez, y la elegancia digna del aeropuerto internacional más grande de Roma, y uno de los más concurridos de Italia.

El clima es agradable, y caluroso, pero nada que ver en comparación con las sofocantes temperaturas de Riad.
El cielo está limpio, ninguna nube mancha la inmensidad de colores que van desde azul y turquesa, hasta el aguamarina.

Parpadeo unas cuántas veces y con nerviosismo estrujo la manija plástica de la maleta, dónde se encuentran accesorios, ropa y calzado; algo de lo que pronto pienso deshacerme. Trago saliva, y mi corazón late desbocado cuándo de espaldas a la avioneta Ghazaleh, escucho que rápidamente alza el vuelo.

Ahora sí, con tristeza asumo que lo único que nos une el uno al otro, es el recuerdo y una lección. Una memorable lección de que la bestia supo ser no bella, sino hermosa. Y de tan hermosa y cautivadora que era, fue destructiva.

Salvación y destrucción, eso es Rashid Ghazaleh.

Se me acabó el cuento de fantasía, ¿no? En éste preciso instante toca regresar a la realidad, afrontar, y principalmente enfrentar a quiénes con inquietud, expectación y miles de emociones plasmadas en sus rostros, se acercan a mí.

Veo que se aproximan y es inevitable; me cuesta reprimir el recelo, el enojo y las ganas de echar en cara lo que me dolió por años.

Sé que la terapia con Janko fue exitosa, porque estoy bien conmigo misma a pesar de la decepción.
También sé, que a veces es imprescindible hacer borrón y cuenta nueva. Que para vivir tranquila, es necesario perdonar algunas cosas, desechar otras, y olvidar otras tantas.
Sin embargo, he aprendido de mi doctor y gran consejero, que la mayor parte del tiempo, para alcanzar la paz interior es requisito excluyente sacar la mierda de adentro; decir lo que se piensa, lo que te envenena y al final, te marchita.

—¡Nicci! —dice Gala Costas, mi madre, al acortar la distancia que nos separaba y abrazarme—. ¡Ay, Nicci, mi hija hermosa, cuánta preocupación!

Su aroma a perfume cítrico se impregna en mi nariz. Su cabello oscuro, largo y voluminoso idéntico al mío, me produce cosquillas en los hombros, y su calidez, muy maternal me envuelve al tiempo que afianza la caricia, una que por más que intento no logro corresponder.
Mis brazos se mantienen aferrados a la manija de la maleta; continúo parada en el mismo lugar, a escasos metros del sitio dónde la avioneta de Rashid despegó, y el frío; un frío casi glaciar se apodera de mi sistema impidiéndome reaccionar.

Mi padre, Donatello Leombardi y Adolfo, mi padrastro, malinterpretan mi postura estática y creen que es a causa de un shock emocional por volver a vernos, que me encuentro congelada. Congelada, sin decir una sola palabra, y sin demostrar una pizca de afecto.

En un acto, a mi entender de absoluta hipocresía, se unen a mi madre y me abrazan.

¿Desde cuándo tanta complicidad, buena vibra e incluso amistad, si hace tres meses no podían siquiera compartir el mismo espacio físico?
¿Por qué el coraje se apodera de mí, al imaginar que de nuevo caigo en la escena de una película sobre actuada, cuando la realidad, es que literalmente se odian?



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En el texto hay: romance, toxico, italiana

Editado: 12.08.2020

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