Después del "intercambio de palabras" que tuve con Bruna; de esa discusión que no pasó a mayores porque controlé mi carácter y mis ansias de siempre llevar las de ganar, las cosas continuaron su transcurso natural.
Las horas siguieron corriendo al igual que los días, las semanas, y los meses.
A diferencia de mi pasaje fugaz por el Medio Oriente y tras haber regresado a Italia, no fue mi mayor anhelo congelar el tic tac del reloj, o estancarme en una fecha determinada.
Simplemente al tiempo lo dejé ir, ser y desaparecer; y a pesar de que no fui feliz, que me sentí vacía, o que una parte de mí estaba rota, siempre rehaciéndome de entre las cenizas me volví la mejor versión de mí misma.
Luego de aquella pequeña pelea con mi mejor amiga, la cosa cambió. Bueno, en realidad se mantuvo en ese proceso de cambio constante.
No ha sido sencillo dialogar con Bruna, sin que su instinto ávido de información pretendiese saber más y más. Más del hombre que gracias a Dios estoy superando. Más de su historia, y también nuestra historia; la de un cuento corto, una montaña rusa de emociones, y un perfecto fracaso amoroso.
Inclusive, aún habiéndole relatado los hechos del derecho y del revés; de los pies a la cabeza y con lujo de detalles, el recelo y un sentimiento de profundo odio no se esfumó de la mirada de Dichezzare cuándo lo menciono; cuándo le digo que me enamoré de su terquedad, de sus miedos, y de su lado infantil, posesivo y autoritario. A ella le enfurece oírme confesar que me enamoré de todos sus defectos porque así, de esa manera el olvido se vuelve imposible.
Hay ocasiones en que atino a ignorarla si es que su lengua venenosa no entiende de límites. Cambio radicalmente el motivo de la conversación y nos ponemos a hablar de las miles de banalidades que a Bruna le fascinan y a mí, me aburren.
Hay veces en las que meto mis narices en un libro y finjo escucharla. Asiento o denego en el instante preciso que pregunta: ¿te das cuenta? Ahí es el momento crucial de dejarle a entrever que estoy terriblemente interesada en asuntos de cotilleo, centros comerciales u hombres, cuándo lo cierto es que ya nada de eso me importa.
Hemos adoptado rutinas extremadamente diferentes pese a vivir bajo el mismo techo.
Yo me convertí en una ermitaña. Una chica con escaso contacto social y una gran amante de las tardes en el sillón del living, la música baja de Beethowen y mis libros de Dan Brown o Luisa May Alcott. Mientras que la siciliana, apenas llega de su trabajo se baña, se arregla, come a las apuradas y sale.
Lo viene haciendo desde que se cumplió una semana de mi regreso a Roma. Cuándo ya no quedó más por aclarar, veneno qué destilar, o actos puntuales del pasado que echar en cara, Bruna reanudó su rutina; después del empleo, a las siete y sin falta se marchaba al bar ubicado en la avenida de la Pompeya.
Así, hasta que finalmente conoció a alguien: Alexander.
A Alexander no le importó el que tuviese una cicatriz, que cojeara al caminar o que no tuviera más proyecto a futuro que el de sentarse en la barra a beber sin juicio.
Él vio en rubiales, lo que yo a diario: que es valiente, extrovertida, y hermosísima, si no oculta su belleza debajo de tanto maquillaje.
"Algodón de azúcar" o mejor dicho, Alex, es el dueño del bar que abrió hace cinco meses atrás en la calle de la Pompeya. Y es también quién una noche, de las primeras en que me costaba conciliar el sueño, acabó llamándome del celular de Bruna, informándome que se había quedado dormida sobre el mostrador de su local.
Recuerdo claramente que ese fue el comienzo de su aventura. Una aventura con sabor a motivación para ayudarla y seguir ayudándome a mí misma.
Me esmeré en buscar trabajo y estuve semanas imprimiendo cartas laborales, para entregarlas en cada calle del centro. En peluquerías, restaurantes, boutiques, farmacias, supermercados... ¡Hasta me ofrecí de niñera! Pero nadie me contactó, y aquellos que sí lo hicieron sólo me causaron el doble de frustración. Ningún empleador se arriesgó a contratar a una chica sin experiencia laboral o por lo menos, buenas referencias de su empleo anterior.
El hecho de ver que pasaban los días y no avanzaba, me tentó a caer en depresión.
Quise derrumbarme cuándo los medios de comunicación empezaron a asediarme. Cuándo los paparazzi sin escrúpulo alguno comenzaron a perseguirme, ya que la noticia de haber sido prisionera de un empresario guapo, poderoso y adinerado se viralizó en canales de Youtube, y cuentas de Facebook, Twitter e Instagram.
Nadie se interesó por la crueldad que envolvió a mi vivencia. A los sujetos que me tomaban fotos saliendo de la casa o que me hacían preguntas inapropiadas, no les importó el dato de una chica traficada, violentada y privada de sus derechos como ser humano. A ellos les causó morbo, curiosidad y fascinación lo que se escondía detrás de eso.
El primer mes, me acecharon sin parar porque necesitaban darle al mundo una historia oscura, tóxica, enfermizamente romántica. Pretendían contar el relato de una muchacha hermosa, secuestrada por un empresario reconocido, y mantenida en cautiverio. Un cautiverio que definieron como Estocolmo; el clásico, perturbador y romantizado síndrome de Estocolmo.