Al Mejor Postor Libro 1

CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

Doy un paso hacia adelante, otro, y otro más. Ese último paso me deja a centímetros de su cuerpo, completamente fuera de la casa, y con mis emociones a flor de piel.

—No tienes idea de nada —musito sin poder quitar la vista de su espalda mojada, y de cada músculo que comienza a acentuarse a través de la tela—. Rashid, solamente piensas en poseerlo todo. Así eres; un hombre posesivo que desea tener lo que se le antoja, en el instante que sea.

Mis latidos aumentan, prácticamente siento el corazón latiendo en mi garganta, y a duras penas consigo hablar con coherencia. Mi cerebro, que permanecía inmune al efecto cautivador de éste arabillo, ahora cae en la trampa mortal sin reparo alguno y no razona; ya no razona.

La lluvia está empapándome, la tormenta eléctrica estremece el cielo de Roma y el frío empezó a colarse por mi ropa de pijamas, pero no me importa. No cuándo veo que se levanta, da la vuelta, me fulmina con la mirada y titiritando, niega con la cabeza.

—Estás muy equivocada. No eres mi antojo, mi capricho o mi obsesión —el agua cae por su frente, y eso lo hace ver doblemente sexy. Sus ojos relampaguean al igual que el firmamento y son sus dedos húmedos, tan gélidos como un cubo de hielo, los que se deslizan por mi mejilla—. Eres la mujer de mi vida. Lo has sido desde siempre. Fuiste la gitana que me hechizó desde todas las perspectivas posibles —se acerca a mí, mientras retrocedo. Su mano nunca pierde el contacto con mi mentón y yo simplemente cedo; cedo ante su manera de tocarme y le permito entrar a la casa. 

—Me tuviste una ocasión totalmente a tu merced, pero no fue suficiente. Quieres una y otra vez demostrarte a ti mismo y demostrarme a mí, que puedes volverme loca; que si te propones seducirme lo consigues; y principalmente, quieres cerciorarte de que a pesar de que metes la pata, siempre estaré ahí, amándote como una idiota.

Fijo mis orbes en las suyas, en tanto mi cuerpo se estremece cuándo percibo el brusco cambio de temperatura, entre el frío del exterior y la calidez del living. 

—No Nicci, no es eso —dice, encargándose de cerrar la puerta con su mano desocupada—. La verdad es bruta y absurda: jamás pensé que te fueras a enamorar de mí. Jamás me creí merecedor de tenerte. Aprendí a quererte de lejos, a protegerte de lejos, a dar mi vida por ti... Pero desde lejos. Un día, sin percatarte decidiste darme la oportunidad que deseaba y entonces la cagué. La cago constantemente, te lastimo, te ignoro, te hago demasiado daño y no quiero hacerlo, pero es mi forma de sentir que te cuido. Aunque soy el imbécil que hace las cosas mal, mi intención es lo contrario.

Respiro con dificultad; estoy terriblemente nerviosa, conmovida, enojada, y... También estoy dejándome manipular, lo admito.
Luce salvaje, imponente, convincente y sincero, y ello me convierte en su títere; un títere cuyos hilos me atan a su presencia, su voz, y su cuerpo.

—No existe la persona perfecta, ¿no te parece? —es lo que atino a reflexionar, al tiempo que de un pequeño mueble ubicado en el rincón de la salita, cerca de la entrada, saco una toalla de las que Bruna dobló ayer en la tarde, y me paro delante suyo—. Tú lo arruinas, siempre, y aún así es imposible ignorar que te sigo amando con intensidad —le tiendo la toalla y después de que la agarra, arrastro una silla de madera, de las que conforman el sencillo juego de comedor, y entre ademanes le invito a tomar asiento—. Sécate, que voy a buscarte ropa y un abrigo. 

De reojo observo que sin chistar acata mi orden y se acomoda en el lugar que le he indicado. Con el propósito de ir a la habitación de Bruna, para agarrar una muda de las tantas que Alexander deja cuando se queda a dormir aquí, paso cerca de Rashid y es entonces que sus dedos cerrándose delicadamente en mi antebrazo impiden que continúe con mi camino; frenan mi movimiento, y de un suave tirón terminan sentándome en su regazo.

—¡Qué estás haciendo! —chillo, avergonzada.

—Al carajo el abrigo y la ropa; quiero aprovechar ésto contigo; quiero estar contigo —su voz ronca, masculina y sensual, sumado a sus manos sujetándome por la cintura me descoloca, me gusta demasiado—. Te quiero a ti —sentencia.

Mi corazón late a un ritmo desenfrenado al oírle y ya no se porqué demonios soy yo la que acaba acomodándose de tal forma que mis piernas caen a los lados de su cadera y mi rostro queda a escasos centímetros del suyo.

«¿Dónde está mi dignidad?»

«¿Dignidad? ¡Dignidad!, ¿dónde te escondiste?»

«¡Ay es cierto! ¡Se perdió hace mucho!»

—Pero yo no quiero ésto —miento descaradamente.

«¿Por qué miento así?»

Mi Nicci interior esboza una sonrisa maquiavélica. Juro que es lo que se idealiza en mi mente, a modo de contundente respuesta; porque la realidad es que me encanta hacerme del rogar con Rashid; y me fascina escuchar una y otra vez esas palabras suyas que me enamoran.

Claramente quiero éste momento, lo quiero hoy, mañana, pasado y hasta dentro de muchos años; pero adoro decir lo contrario para oír de su boca las oraciones que pondrían la tanga de cualquier mujer por el piso.



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En el texto hay: romance, toxico, italiana

Editado: 12.08.2020

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