Él me llama varias veces, dice mi nombre con la súplica cortando su voz, lo grita en un rugido felino tratando de detenerme, pero no lo consigue; yo no freno, yo solo sigo hacia adelante.
Camino las pocas cuadras que me separan de mi casa y no volteo en ningún momento. No lo hago, porque eso significará ver a la obstinación hecha hombre a metros de distancia, esperando que me retracte de mi decisión.
Es que si me doy vuelta y miro a lo lejos su cara de cachorrito abandonado correré a sus brazos otra vez, le diré que le creo y haré de cuenta que la abrumadora asfixia que retuerce mi garganta no existió, y... Honestamente no es lo que deseo.
No quiero pasar de nuevo por ésto; que alguien venga a humillarme, a menospreciarme, a ventilarme en la cara lo que no ansío recordar de mi pasado, y tampoco quiero desconfiar.
Estoy enamorada; amo con todo mi ser a ese hombre, lo juro, pero, ¿qué clase de tormento sería el mío si por amarlo demasiado me acostumbro a vivir rodeada de incertidumbre, de secretos, de verdades a medias y de personas de las que él no se puede alejar?
No aceptaré algo así. El amor no es así. ¡No debería ser así!
No debería venir una mujer que fue su pasado a empañar mi presente.
No tendría que ocurrir nunca en ninguna relación, ya sea de días, semanas, meses o años que un tercero se entrometa, rompa o destruya y encima, restriegue en la cara de uno las intimidades y confesiones de pareja. ¡No debería! En ninguna relación sana, dónde discutir es divertido y tener puntos de vista distintos es natural, tiene que pasar lo que pasó hoy: que una loca me haya dejado a mí como la imbécil, a Rashid como el macho valiente, ganador, conquistador y a ella misma como el modelo ideal para estar a su lado.
Abro la cerca de alambre, froto mis brazos y miro con desaprobación la hierba que empezó a crecer, y que le da a nuestro jardín un aspecto desprolijo.
Apenas tenga tiempo libre y el clima acompañe, agarraré las tijeras para emparejar el césped o le pediré al jardinero de los vecinos que por treinta euros, nos devuelva la vida al patio.
Un escalofrío recorre mi columna cuando me paro bajo el porche. A Diferencia de ayer, la tarde está un poco más fresca y el cielo bastante empedrado. No habría de extrañarme si de nuevo se larga a llover cuando anochezca.
Meto la mano en el fondo de mi cartera y saco el juego de llaves. Introduzco en la cerradura la que tiene forma de trébol, pese a que Bruna con su sentido sexópata dice que es un pene, y abro.
Adentro todo está oscuro y frío.
Dejo mi bolso en la mesilla circular cerca de la puerta, cierro y voy encendiendo luces a medida que avanzo.
¡Diablos, me siento tan, pero tan extraña!
Miro a mi alrededor y nada me alegra; hay polvo en los muebles, olor a humedad en el pasillo, y de reojo noto que también hay desorden en la pileta de la cocina.
No existe cosa peor que una mujer cansada, malhumorada, triste, decepcionada, enamorada, y con hambre.
Principalmente con hambre.
Arrastrando los pies camino hacia mi dormitorio, subo el interruptor de la luz y lo primero que hago es abrir mi armario.
Estiro las manos hacia el estante más alto y saco ropa, ropa y más ropa. Toda la ropa desgastada, vieja, incluso rota, la guardo allí.
Cuando me pongo melancólica, cuando una situación me aflige demasiado, o sencillamente cuando alguien hiere mis sentimientos, uso las prendas más cómodas que pueda encontrar en mi closet.
Es una forma de canalizar mi malestar; me ayuda, me reconforta.
Pongo las pilas sobre la mesa del tocador y elijo un pantalón deportivo blanco con manchas de pintura; solía usarlo cuando redecorábamos la casa con Bruna, y ahora es el momento indicado para volver a vestirlo. También escojo una camiseta gris ancha, larga, con escote redondo y varios agujeros cerca del orillo. La camiseta era de mi padre. Hace años, quiso deshacerse de ella porque las polillas ofrecieron un banquete con la tela, y yo le imploré que me la obsequiara. Era una niña y no cabía la posibilidad de vestirla, pero tenía el escudo de la Lazio, y aunque jamás fui aficionada de los equipos de fútbol me pareció tan hermosa que la conservé conmigo.
Me desprendo los botones del jeans, me quito la blusa y cambio hasta mi ropa interior por unas bragas mas cómodas. Formo un bollo con las prendas sucias tras terminar de vestirme, y salgo de la habitación en dirección al pequeño patio trasero. Un espacio reducido y techado, en donde se encuentra el tendedero, la secadora y el lavarropas.
Meto todo allí sin distinción de telas y colores, pongo mucho jabón líquido y programo la máquina en lavado rápido.
Descalza recorro el pasillo, atravieso el living-comedor para de mi cartera agarrar el celular, y me dirijo al sector cocina.
Enciendo el aire acondicionado y lentamente el ambiente comienza a entibiarse, a lucir menos depresivo y más hogareño, más búnker, más refugio emocional.
Con el teléfono en la mano, me recargo en la mesada que contiene la pileta y miro la pantalla apagada.
Lo hago durante algunos segundos; segundos que me sirven para reflexionar en absoluto silencio.
He sido más egoísta, inmadura, infantil y estúpida de lo que suelo ser siempre, pero... No me arrepiento. No me arrepiento de no haber escuchado a Rashid cuando salí de la clínica.
Prefiero deglutir ésta sensación amarga que no llega a destrozarme el corazón pero sí a enfriarlo un poco, y calmar mi enojo y decepción... Sola.
Prefiero por primera vez ser yo la que imponga distancia para pensar las cosas, a que en caliente promover una conversación que conociéndonos a ambos ya sé en lo que va a terminar: una gran pelea.