RASHID
El dolor, la rabia y la ira me están matando.
La impotencia que siento es como una puñalada directo al pecho, y la angustia oprimiéndome hasta las ideas no me deja respirar con normalidad.
La vi irse... De nuevo.
A la distancia, su espalda se mezcló con la multitud y no importó cuánto gritara su nombre, porque la gitana no volteó la cabeza en ningún momento.
¿La perdí? ¿Acaso su frialdad para hablarme y su manera de ignorarme es un indicador de que me va a dejar?
No soporto siquiera suponer que Nicci me va a dejar. La tengo metida en mi piel y no tolero la idea de una vida en la que ella no forme parte.
Amo tanto a esa endemoniada mujer que por amarla así, otra vez la cagué a lo grande. Y fue tan inmenso mi error que el miedo a perderla me carcome, me vuelve loco, me está sacando de quicio.
Soy un idiota. Soy un jodido idiota.
¡¿Porqué no le dije la verdad cuándo me lo preguntó?!
¡¿Porqué por querer cuidarla siempre termino lastimándola?!
¡¿Porqué no le obligué a que me escuchara?!
A que cerrara su preciosa boca unos segundos simplemente para aliviar su pena, eliminar su incertidumbre y borrar de una vez por todas la desconfianza de su cara, con la justificación más absurda; con la explicación más tonta del mundo: que Marina está completamente desequilibrada. Que yo he hecho hasta lo imposible para alejarla de ella y evitarle los malos ratos. Que como se lo conté una vez en Riad, tuvimos sexo apenas puse un pie en Italia y tras saber que era la prometida de mi mejor amigo lo que menos quise fue permanecer cerca de los Fioremontti.
Debí repetirle que sí he estado con otras mujeres a lo largo de éstos años. Que sí tuve mis deslices y mis aventuras pasajeras pero que eso cambió radicalmente, el día que volé a Arabia con mi pequeña de cabellos negros tirada en los asientos, largando insultos y burlándose de mí.
Desde ese día y precisamente desde hace ocho meses, para mi piel sólo ha existido Nicci Leombardi; porque para mi corazón y mi cerebro ha sido ella desde siempre.
No quiero caerle pesado ni resultarle empalagoso, pero me reprocho el no decirle absolutamente todo lo que siento cuándo la veo. Que su presencia llenó de luz cada rincón de mi mansión en Riad, que la respeto como si de una diosa se tratara, que nunca dejará de ser el centro de mi mundo y que amándola como la amo, ni siquiera se me cruzó por la cabeza buscar en Marina lo que ella no estaba dispuesta a darme.
Que fueron tres meses en Arabia Saudí dónde me escapaba para desahogarme y encontrar en Kerem, un consejo, apoyo, alguien que escuchara mis culpas, mis remordimientos, mis sentimientos, mi soledad, mis enojos y mis preocupaciones.
Ésta es la verdad que exigía la gitana.
Que Marina Fioremontti está obsesionada conmigo y con mucha zaña y veneno le contó una historia que es mentira; una gran mentira.
Lamentablemente, si tenía que verle la cara no era por placer sino por mera obligación. Cada miércoles y viernes, visitaba su casa, sí, pero para hablar con mi amigo y abogado, tomar uno, dos o tres vasos de whisky y descargar mi frustración, temor y rabia, nada más.
Me recrimino a mí mismo no poder repetirle hasta el cansancio que a esa modelo la odio, como odio a Renzo; su ex novio.
Es una embustera, una avara a la que no le alcanza su fortuna y la de su familia, que ansía tener más. Es una mujerzuela y el peor error que cometí en mi juventud.
Es quién destrozó la vida de Kerem y no conforme con eso, trató muchas veces de joder la mía. Olfateó mi estatus económico y quiso atarse a mí por el poder monetario que un empresario joven, inexperto, solo y ante todo millonario, podía brindarle.
Entonces... Si Nicci debe darse cuenta de que a mí solamente me importa ella y a los Fioremontti, el dinero... ¿Por qué no le dije las cosas claras en vez de dejarla ir? ¿Por qué no impedí que se marchara y le expliqué sin pausas la verdad previsible, obvia y tonta que le rodea?
Pues porque hay algo en lo que tiene mucha razón: soy un tipo cagón.
El miedo me congeló. El temor de perderla, esa inseguridad que a diario me consume, y el terror de que se vaya aún si la cuido, si soy completamente honesto o si le oculto parte de las verdades, me paralizó.
No pude evitarlo. Llevo tanto tiempo acostumbrado a amarla desde lejos que el terror de cagarla hasta el fondo me hace actuar terriblemente mal.
Tan cobarde soy, que por vigésima ocasión en cuestión de minutos miro mi reloj; van dos horas que estoy sentado en el lugar del conductor sin despegar las manos del volante; lo aprieto con tanta fuerza que me ha servido para descargar parte de la rabia que traigo acumulada.
Estacioné mi auto a una cuadra de su casa y he estado observando la puerta de entrada, el jardín y la ventana.
La pillé en dos oportunidades corriendo las cortinas y mirando hacia afuera, e incluso vi a la chillona rubia, histérica y desagradecida entrar con alegría, aullando una canción.
Es inexplicable la amargura que se apoderó de mí al ser el espectador; el mismo espectador hundido en las sombras y el anonimato que fui hasta hace unos meses. Un espectador que ahora, no puede controlar las emociones negativas que lo carcomen por dentro.