Al Mejor Postor Libro 1

CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

—¡Hey! —murmuro, aguantando la risa—. ¿Me puedes bajar? No soy un saco de papas que te cuelgas al hombro cada vez que se te antoja.

Continúa caminando e ignora mi pedido. Se detiene frente a la puerta y antes de abrirla, pellizca mi culo.

—Pesas más que un saco de papas.

Suelto un quejido y a modo de protesta le doy un puntapié. Me encantaría que golpeara directamente sus huevos, se lo merece por pendejo.

—¡Acabas de llamarme...

—Oh no. No, no, no no —corta, entrando a mi habitación y dirigiéndose expresamente al baño—. Vas a empezar a analizar una a una mis palabras, las vas a malinterpretar y luego te enfadarás conmigo por una conclusión absurda, que sacaste tú misma.

—¡Me llamaste pesada! —bufo, removiéndome y evitando a toda costa, que termine aventándome a la ducha—. No sólo me comparaste con un saco de papas, sino insinuaste que en vez de cargar a una chica, cargas a un puerco.

—Los puercos son adorables —acota con indiferencia—. Estoy seguro de que tú y ellos congeniarían bien.

Me sostiene de las pantorrillas, presiona mi torso contra su hombro y con su brazo libre se encarga de encender la luz, y de abrir el grifo del duchero.

—¿Por qué no te vas a la mierda, querido? —refunfuño.  

Larga una carcajada que retumba en mi pecho y palmea suavemente mis piernas.

Me cuesta admitirlo, pero en éste preciso momento siento que soy el lechón que están a punto de faenar. No sé si ha sido a causa de su mención, pero la situación dejó de ser adorable. En mi mente sólo se desfila un lechón que lleva mi cara, el cuál está a punto de ir al matadero para ser convertido en jamón, paté, salchichas, y vaya a saber qué otra cosa más.

—¿Vas conmigo? —pregunta al cabo de unos segundos, entre suspiros.

—¿A dónde? —frunzo el ceño.

—¿No acabas de mandarme a la mierda, pequeña insolente? —dice, con ironía—. Si me acompañas, pues voy con gusto.

Chasqueo la lengua y me muevo con fuerza.
Es como si adivinara sus pensamientos; intuyo que en cualquier momento me lanzará directo al chorro de agua.

—Bájame —pido—. No quiero bañarme.

Su risa maliciosa inunda el baño, y por dentro imploro que no lo haga, que no me tire a la ducha con la ropa puesta. Las prendas se pegarán a mi cuerpo y me llevará largo rato, quitármelas.

—Pasamos la tarde entera caminando de acá para allá; solamente es agua y jabón, estarás a salvo, te lo juro.

—¡Eres un idiota! —le insulto, golpeando con mis puños su espalda—. ¡Bájame!

—¡Sh! ¡Vas a despertar a la loca, con tus alaridos!

Inmediatamente me manda a callar, me detengo y en silencio pienso otra solución.

—Está bien, perdón —finjo disculparme—. Sólo bájame y deja que me quite la ropa —con picardía alzo una ceja, y la punta de mi dedo índice toca su columna—. O puedes quitármela tú si lo prefieres.

—¿Me estás suplicando o me estás provocando?

Furiosa, pellizco una de sus nalgas y gime en respuesta a mi delicadísima agresión.

—¡En realidad deseo que de una maldita vez me bajes para poder sacarme la puta ropa, y ya no sentir que la sangre se me va a salir por los ojos!

Ríe con ganas; con auténticas ganas, y de forma distorsionada veo que asiente.

—Tus deseos son órdenes —sus manos se hincan en mi cadera y como si de una muñeca me tratara, me pone de pie bajo el jodido chorro de agua caliente.

—¡Cretino! —mascullo, erizándome ante el contacto de mi piel con el agua.

—Querías que te bajara, ¡quién te entiende! —el sarcasmo se apodera de su voz, y me observa con arrogancia desde afuera de la ducha.

—¡Quería sacarme la ropa! —hago un mohín y miro mis piernas, a él, mis piernas de nuevo, y por último a él—. Ahora voy a demorar dos siglos en quitarme ésto mojado.

—Que conste que iba a cumplir tu petición —se despoja de la camiseta, los zapatos, el jeans y lentamente, también del bóxer—, pero me pellizcaste el culo. Eso me excita mucho. No pude razonar. Lo lamento.

Inhalo hondo, gruño, vuelvo a respirar profundo y trato de concentrarme en discutir, en pelear o en llamarlo idiota y no en mirar embobada cómo se desnuda, cómo sus tatuajes se contraen en sintonía al movimiento de sus músculos, o cómo el vello que cubre su pelvis se deja entrever a medida que se libera de todo tipo de tela.

Aturdida, trago saliva.

Carajo.

—Te amo, pero hay momentos en los que te detesto —las gotas comenzaron a empapar mi pelo y también mi cara. Estoy terriblemente incómoda y aún así, hago el intento de desatarme los tenis. Para colmo, tengo dos enormes ampollas en los talones y mis pies están horrorosamente hinchados. 

—No te enojes, gruñona —canturrea, metiéndose en la ducha, cerca de mí—, te voy a quitar toda la ropa aunque me lleve la noche entera.



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En el texto hay: romance, toxico, italiana

Editado: 12.08.2020

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