—Espero que me recuerdes éstas palabras, cada vez que sienta que no te merezco —dice entre suspiros. Inclusive más nervioso que segundos atrás.
—¿Qué? —pregunto con soltura—. ¿Que sin reparos, por sobre los demás voy a elegirte a ti? —sonrío y palmeo suavemente su pierna—. Siempre te elegiré a ti, sin importarme lo que el resto crea conveniente.
Pone el auto en marcha y a una velocidad mesurada conduce por las calles.
En su cara resplandece la alegría al escucharme. Sin embargo, la felicidad no opaca sus nervios y pese a que trato de tranquilizarlo, también lo entiendo.
Ha pasado por tanto, antes de llegar a éste punto que comprendo la razón de su temor. Mi familia conoció la peor parte de él. La de un criminal, un secuestrador, un sujeto mentalmente perturbado que no conforme con acosar a una chica, la sacó del negocio de tráfico humano, prostitución y drogas, para encerrarla en una casa, dentro de un país radicalmente conservador, y martirizarla.
Eso es lo que conocen mis padres de Rashid. Me quedó en claro la última vez que los vi, en el aeropuerto.
Definitivamente, si yo fuera él estaría igual o peor.
Sentiría mis músculos entumecidos, mis latidos más acelerados que de costumbre y un terrible dolor de cabeza, sólo de imaginar con lo que puedo llegar a toparme, apenas cruce su puerta.
Notando la complejidad del asunto, mi mano posada en su muslo afianza el contacto.
—Eres el hombre de mi vida —disminuye la velocidad y me observa—. Y como tal, te voy a defender. No tengas miedo.
Desvía su hermosa mirada, oscura, brillante, enmarcada en largas y gruesas pestañas, y vuelve a acelerar.
—No tengo miedo —refunfuña.
—Sí, tienes miedo —sus manos aprietan con fuerza el volante y su quijada se tensa—. Sé lo que estás pensando.
—No —contradice—. No tienes ni idea de lo que estoy pensando.
—Más de lo que realmente crees —elevo la voz e intencionalmente, la dulzura de mi timbre vocal cambia a absoluta severidad—. Tienes terror de que ellos te ataquen, te consideren una aberración o hagan hasta lo imposible para convencerme de que no eres el adecuado para mí —trago saliva, y relamo mis labios—. Me atrevería a jurar, que temes que todo se salga de control, y entonces revivir lo que sucedió al comienzo.
—Nicci... Basta.
—¡No puedo callarme! —gruño, e inhalo profundo—. Para un momento, por favor.
Arruga el ceño.
—¡No voy a parar!
—Puedes volcarte hacia un costado —digo con decisión—, pero, para un momento.
Dada la convicción con que hablo, opta por no poner en discusión mi pedido. Se orilla a la acera, casi tres cuadras después de mi casa y frena. No apaga el vehículo, pero me obedece.
—Mírame —ordeno.
—Si era para eso, olvídalo —enseguida entiendo que su intención es retomar la marcha, me saco el cinturón, me apoyo de lado y estirando la mano, sujeto su barbilla.
—Quiero que me mires —sin ejercer presión, pero con determinación, giro su cara hasta que consigo reparar en cada detalle que me ofrece su rostro. Cuándo logro conectar su mirada con la mía, le sonrío—. Estoy aquí, contigo. Y te voy a defender del mundo entero si es necesario —pestañea varias veces, y después de un instante de seriedad, me devuelve la sonrisa—. Te amo, tonto.
Complacida por el resultado, me acomodo en el asiento. No me pongo el cinturón. Son pocas las cuadras que nos separan de la casa de mi madre. Unas seis a lo sumo.
Seis cuadras que Rashid las conduce con tranquilidad, gracias al escaso tránsito y el espectacular sigilo con que se traslada su automóvil deportivo.
Resoplo.
Sinceramente, hubiese preferido que se tardara unos minutos más. Estamos a metros del portón que lleva al jardín de mi madre. Veo desde acá sus rosas rojas, azules y amarillas. Y a medida que el carro, cauteloso, sigue acercándose, buscando la fachada correcta, también veo la manguera con que solía regar sus flores.
Una punzada de tristeza y nostalgia me atraviesa el pecho, cuando en un simple gesto le anuncio al arabillo que debe detenerse.
Aquí mismo, frente al portoncito de madera barnizada que mide no más que un metro. Ese portoncito que solía abrir al menos unas diez veces en el día, cuando era más chica.
Con sutileza deslizo mi dedo índice por la primer tabla, recordando que mi madre, Gala Costas, siempre fue una mujer fiel a su naturaleza de ama de casa. Amante de mantener el orden hasta en el más minucioso detalle. Lo dice por sí sola la pared de la fachada, inmaculada, pintada de blanco, sin una sola mancha de humedad.
—Es ésta —le señalo a Rashid, con la voz entrecortada por la emoción. Es inevitable no sentirla, si creí que nunca más volvería a poner un pie en éste lugar.
—Ya lo sé, cielo —susurra y apaga el Audi, tras estacionarse.
—¿Sigues nervioso? —le observo de reojo.
—No tanto.
—Pues... Yo sí me puse muy nerviosa —hago un ademán para abrir la portezuela pero su suave risita me frena de hacerlo—. ¿Qué? ¿De qué te ríes? —giro para mirarlo y adivinar la causa de su diversión, y lo que encuentro es una lágrima que cae por su mejilla. Una lágrima que rápidamente limpio, con mi pulgar—. ¿Por qué lloras? Creí que ya no estabas tan nervioso.