—Píntaselos de rojo.
—¿Rojo? Pero...
—Pero una mierda. Es una puta, ¿acaso no lo ves? —estoy en mi peor momento pero aún así percibo su desprecio—. Píntaselos de rojo para que vean bien la boca que se van a coger luego.
Quiero abrir los ojos pero me cuesta; no puedo. He permanecido en un estado de semi inconsciencia del que no logro salir. Todo lo escucho, mas mi cuerpo no reacciona; está como entumecido. Momificado si quiero moverme, como gelatina si alguien más me sujeta.
Me muero por llorar pero tampoco puedo. Quiero gritar de broncas, de impotencia, de dolor y de la humillación que estoy sintiendo. Quiero suplicar por mi vida y al mismo tiempo rogar porque me maten.
El miedo es mi motor. Es lo que recorre mi espina dorsal. Lo que me hace percibir todo lo que pasa a mi alrededor en un máximo estado de alarma.
Con mis sentidos adormecidos, aletargados, completamente idiotizados, es mi mente la que no para de torturarme.
Pienso en lo que pasó, la forma en que nos embaucaron y nos atacaron, lo que le hicieron a Bruna y lo que me harán a mí.
Me han tocado de distintas maneras. Me han desvestido, me abofetearon, me golpearon, me han manoseado y yo no he tenido la oportunidad siquiera de defenderme, de patalear ni de gritar.
Estoy aterrorizada.
¿Qué harán conmigo?
Hay mujeres en el cuarto dónde estoy. Hablan con un acento muy extraño pero aún así logro captar sus insultos, sus burlas y la cantidad de pronósticos que dan para mí: según ellas, la nueva mercancía del día.
Estaba amarrada a una silla hace un largo rato y me ducharon con agua helada. Estaba tan frío el chorro que todavía mis dientes castañean.
Me vistieron y de una forma que sé, es poco agradable.
También me pintaron la cara, peinaron mi cabello y me llenaron de un perfume empalagoso que me da náuseas.
Soy su deplorable muñeca de trapo. Un juguete que mueven de un lado para otro sin cuidado, con brusquedad.
Me siento incómoda y dolorida. La ropa me aprieta demasiado. Tengo un corset que no me deja respirar y mis brazos.... Realmente me están matando de dolor.
Estoy sumergida en el desconsuelo y la desesperación, y no poder articular palabra alguna o tan siquiera moverme es abrumador.
—Tiene veinte años, todavía es una niña —opina una de ellas.
—¿Ah si? Pues las niñas no andan de regaladas en los bares, Sky. Por algo terminó dónde terminó. Se lo buscó.
—A veces es horrible pensar en lo que les espera. Toman una mala decisión que las llevan a estar en el lugar equivocado y a la hora equivocada —la más cerda se ríe y mi repulsión crece—. Ahora están aquí como un pedazo de carne al que se le pondrá un valor y alguien más pagará por ellas.
Hago mi mayor esfuerzo y muevo mis párpados. Es jodidamente difícil pero al menos entreabro los ojos y de una forma distorsionada veo un espejo y en el reflejo la silueta de una mujer gorda.
—A mí me dan pena los niños —sus uñas se clavan en el contorno de mi cara y alza mi cabeza—. Ellos sí que están en sitios equivocados y no merecen ser traídos a esta mierda. No merecen ser arrancados de los brazos de sus padres, no merecen ser la fantasía sexual de un anciano polla blanda, no merecen ser traficados como cajas de cigarrillos —su uñas se hincan al punto que jadeo de dolor—. Ellos me dan mucha pena pero, ¿éstas? ¿Que se visten como zorras y andan buscando ligue en un bar, crees que me dan pena? —un pintalabios se desliza presionando con fuerza mi boca—. Estas se buscan su destino y no me dan lástima. Ya estoy acostumbrada a verlas. Restregan el culo contra los tipos en bares y luego, cuando les pasa lo malo se hacen las moscas muertas —una carcajada pega en mi cara y me pone la piel de gallina—. Te van a vender como un coño con ojos, mi cielo. Y si tu coño tiene valor, es posible que algún vejerto con dinero te trate relativamente bien.
El latir de mi corazón se desboca.
Acaba de decir, con todo y su desprecio que me van a comercializar.
Peor. Que me van a vender.
Trago saliva y el desasosiego me consume.
Hago acopio de mi fuerza de voluntad, una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez, hasta que logro removerme en el asiento.
Trato de recuperarme, de volver en sí, pero la perra desgraciada tira de mi pelo, obligándome a mantener quietud.
¡Auch, mi cabeza!
—Quietita, gata.
Aprieto mis labios al igual que mis párpados.
¿Dónde estará mi Bruna? ¿En dónde estoy yo? Y mamá...
Aunque mamá sea una frívola y desinteresada mujer que se ha estado comportando de lo peor conmigo... La extraño sólo de pensar que no la voy a volver a ver.
Extraño mi vida y mi libertad... Porque sé que no las volveré a recuperar.
—Por favor —mi voz se siente aletargada; como sedada. Me cuesta pronunciar palabras.
—¿Me estás hablando a mí, gata? —su risa tan déspota y tirana me hace odiarla con todo mi ser. Estoy suplicando por mi vida y al parecer ella lo disfruta—. ¿Qué se te antoja? —sus uñas hundiéndose en mi mentón me obliga a abrir los ojos—. ¿Vas a elegir el labial que vas a usar? —sigue riéndose mientras que sus uñas me causan dolor—. Las putas se pintan de rojo, así que lo vas a usar quieras o no.
Mis ojos se empañan. Quiero llorar del dolor, de la humillación, del miedo... Pero no lo hago. Parpadeo para retener el llanto y me limito a mirarme en el espejo.
Me doy asco.
Ver mi reflejo me da asco.
Ver cómo han cargado mi rostro de maquillaje, cómo me han peinado y cómo mis senos prácticamente se escapan del corset que me han puesto me hace sentir asco de mí misma.
Con los labios fruncidos, mi corazón acelerado y mi cuerpo adormecido, agacho la cabeza.
El corset es rojo, diminuto, no me deja respirar siquiera. Sólo traigo puesta unas bragas y unas medias de red de color negro van desde mis muslos hasta mis pies, enfundados en unos horrendos tacos.
—Por favor —balbuceo cabizbaja—. Déjame salir de aquí... Por favor.