Al Mejor Postor Libro 1

CAPÍTULO TRECE

Lleno mis pulmones de oxígeno, ignoro sus palabras tintadas de veneno y corro. Lanzo el zapato que aún mantenía entre mis dedos hacia algún lugar del pasto y me echo a correr como si mi vida dependiera de ello.

Porque literalmente, mi vida depende de ello. De lo que alcance mi cuerpo a desplazarse. Del sitio dónde consiga esconderme y, el tiempo que logre esperar.
Solamente esperar a que esa furia palpable de Rashid se evapore y únicamente quede el sermón.

Le ruego a Dios, a medida que troto, que únicamente quede el sermón puesto que un escarmiento sería algo que no soportaría.

Ni quiero ni imaginar de lo que podría llegar a ser capaz ese hombre si pierde los estribos; si la poca cordura que tiene se le escapa de las manos; si se olvida que soy una mujer en inferioridad de condiciones. Bajo cualquier aspecto, una mujer que trae irrevocablemente las de perder; en fuerza, en porte; en influencias, poder y dinero.

—¡Nicci, carajo! —vuelve a gritar embravecido, con la intención de frenar mi huida hacia los frondosos árboles que rodean la morada y la extensión del jardín—, ¡regresa aquí!

Mi respiración empieza a tornarse agitada. La garganta me arde y los labios están resecos. Nunca fui amante del ejercicio, jamás consideré divertido el gimnasio o las maratones y, ahora me arrepiento de ello.

—¡No! —es lo que consigo chillar, sin detenerme—, ¡no quiero!

Le escucho gruñir y eso me da el valor para correr con mayor ímpetu. Sé que no tengo la culpa ante el enojo. Entiendo también, que no debería haber husmeado sus conversaciones privadas, pero el detalle no justifica la bronca que percibo desde una gran distancia.
Es una tontería el que descargue su frustración en mí y, por otra parte, es un enorme peligro, puesto que si le doy razones para castigarme no lo hará producto de mi desobedencia; ¡claro que no!, aprovechará y se cobrará las que sin saber, le hice pasar durante ocho años.

—¡Escóndete! —amenaza con vehemencia y un matiz vocal lejano—, juguemos al gato y el ratón cuánto gustes, que al instante de aclarar éste jodido lío, sabrás que nunca fue de mi agrado bromear.

El césped liso queda rezagado y los árboles grandes, altos, de tupidas ramas son quiénes ofician de escondite.
Frondosos árboles de paraíso que separan el territorio Ghazaleh de sus vecinos, me proporcionan la oscuridad necesaria para no ser encontrada, al menos por un largo rato.

La iluminación artificial es escasa y cuando giro el rostro hacia la morada de Rashid lo que vislumbro es seguridad. Tres guardias de seguridad junto al magnate.

Ellos no pueden verme gracias a las hojas que disfrazan mi cuerpo, a la noche que cayó en la ciudad de Riad y a la penumbra de la vegetación; sin embargo yo sí aprecio cada accionar de los cuatro sujetos que observan en mi dirección: el empresario, señalando con su dedo índice el trayecto por donde corrí y, los empleados asintiendo, al parecer acatando la orden concisa de capturarme.

Relamo los labios e intento tragar saliva. Doy marcha atrás algunos pasos, me detengo y así, repito el proceso.

Siento sed.

Una terrible sed consecuencia del nerviosismo; mi cuerpo no deja de temblar y, el frío cala hasta mis huesos.

La temperatura descendió en un pestañeo.

Titiritando, rechinando los dientes y abrazándome a mí misma, sin despegar la vista del grupo de caza, retrocedo. Lo hago y no me importa chocar contra un muro de concreto, caer por un acantilado, o ser devorada por cocodrilos; exclusivamente lo que se repite en mi cabeza es que él no me encuentre.

¡Al carajo la sensatez, la inteligencia y la astucia!

¡Al carajo todo!

Estoy desesperada, aterrorizada y, una persona que padece de esos dos factores catastróficos, carece de raciocinio, de ideas lógicas, de una mente despabilada.

Froto mis brazos con la angustia latente, con la desazón carcomiéndome las entrañas y, víctima de la desatención, una raíz sobresaliente se interpone entre mis pies.

No me lo veo venir y tropezando de forma tal que las ramas rastreras del paraíso crujen como si varios huesos se quebraran, suelto quejidos.

—¡Auch! —chillo—. ¡Ay, mierda!

La raíz es gruesa, las hojas se me incrustaron en el cabello y las ramas filosas me rasguñaron la piel no sólo de las extremidades, sino también del cuello y mi pómulo derecho.

Reprimo sollozos; cómo puedo inhalo hondo y me levanto del pastizal húmedo. El dolor no es tan fuerte y desesperante como el ardor. Los cortes superficiales aumentan el deseo de tocarme; de soplarme las heridas hasta que la incómoda sensación desaparezca.

—¡Está por ahí, señor! —alerta uno obligándome a pegar un brinco del susto.

Giro sobre los talones y mis pies desnudos cogen velocidad nuevamente.
Los golpes todavía no sanaron desde el día del secuestro y punzan. Las costillas me impiden recabar todo el oxígeno posible; agudos aguijonazos paralizan el procedimiento a la mitad y los hematomas que muy bien disfrazaban el maquillaje y un vestido conservador, me producen molestias.
Se terminó el efecto del ibuprofeno. Ahora sólo resta aguantar., tragarme el escozor y continuar corriendo bosque adentro.
Porque no sé si troto en círculos o los terrenos de Rashid son descomunalmente extensos, pero así me siento, metida en un gigantesco bosque.



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En el texto hay: romance, toxico, italiana

Editado: 12.08.2020

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