OCHO AÑOS ATRÁS...
RASHID
—¡Rashid! —me llaman.
Frunzo el ceño y lo ignoro; ignoro a mi mejor amigo.
Termino de sellar un prometedor negocio hotelero en la ciudad de la intensidad, las mujeres divinas, el buen vino y, finalmente observo a mi hermano del alma.
—¿Qué quieres Kerem? —pregunto con la vista puesta en los documentos.
Le escucho golpetear los dedos con alegría, euforia, cierta jovialidad que desconocía en él; y chasquea la lengua.
—¡Pues disfrutar de la libertad, hombre! —exclama interrumpiendo una importante reunión de asociados.
Levanto la mirada y le ojeo amenazante. Me llevó más de dos meses organizar ésta junta como para que venga ahora a cortarla con sus tonterías.
—¿Te parece hablarlo después? —siseo sin perder el porte de empresario serio, inescrutable, frívolo.
Puesto que el emporio de considerables magnitudes exige serlo. Exige templanza, sapiencia, diplomacia y astucia en el rubro. Todo eso que a mí me falta y, de lo que no tuve opción alguna más que fingir al haberme hecho cargo de la herencia; después de que la miseria asfixiara a mi familia.
Porque es lo que hago; fingir. Disimulo delante de ellos, de ellas, de todos; que estoy bien. Que estoy entero. Que soy fuerte, cuando la realidad es bien distinta.
Mi mente, mi alma, mi ser, se quedaron estancados en el tiempo; siendo específico: seis meses atrás; aquel diez de marzo donde me tocó atravesar el día más espeluznante de mi existencia.
—Realmente lamentamos el accidente de tus padres, Rashid —dicta uno de los directivos simulando toser, para llamar mi atención.
Es que le doy la razón, por mucho que intento mantenerme en eje mi cerebro divaga, se traslada a mi infancia y allí permanezco, entre recuerdos y confort, palpitando en silencio eso a lo que suelen llamarle depresión.
—Octavio —carraspeo cerrando las manos en puños—, no fue un accidente. Que tu madre muera de cáncer y tu padre acabe suicidándose, no es un accidente; es una tragedia. Es el dolor más grande que puede sentir un ser humano.
Me analiza contrariado ante la respuesta y cierra su folio. Los demás accionistas le imitan y el gesto indica que la reunión exitosa ha concluido.
Muy pocos en mi entorno conocen detalles del horrible instante en donde me quedé solo. Completamente solo en el mundo.
Yo, que desde siempre acostumbré a ver personas a mi alrededor. Que crecí siendo hijo único, el mimado de Zafira e Ismaíl; que me crié rodeado de amigos, de compañeros, de buenos consejeros, ahora me veo solo.
Con apenas dieciocho años, un futuro prometedor en el rubro hotelero y, siguiendo el sueño de mis difuntos padres, sobre edificar en Roma un hotel siete estrellas, es la soledad quién me acompaña cada día.
—Es doloroso y compartimos tu pesar —indica otro de los socios estirando la mano a modo de despedida; esperando por mi saludo—, pero los buenos tiempos vendrán para ti. Eres un muchacho muy joven, te resta mucho camino que recorrer todavía.
Asiento regalándole una mueca de concordancia y estrecho el saludo. ¡Si supiera que nada me interesa ya!
¡Que lo único que me mantiene distraído es ésto! El negocio; lo que mis amados padres me dejaron y lo que pretendo preservar, engrandecer y, llevar a la cima.
—¿Entonces qué dices, Rashid? —vuelve a insistir Kerem, cuándo los inversionistas se retiran—, ¡contéstame! —puntualiza con esa rebeldía que adquirió aquí, en Italia.
—Decir de qué. —espeto desinteresadamente, mientras organizo los documentos encima del escritorio y cojo el portafolio para irme al apartamento y dormir; dormir durante largos años si puede ser posible.
—¡Salir, hermano! —contraataca rodando los ojos—. Conocer, ¡beber, hombre! ¡Beber!
Niego varias veces y suelto un bufido, Roma le ha pegado mal a Kerem.
—No pienso hacer tal cosa —declaro abandonado el despacho dónde la negociación se llevó a cabo—. No beberemos —mascullo cerrando la puerta con llave y, dirigiéndome a la avenida, con Abdul siguiéndome el paso—. No saldremos. No nada.
Refunfuña y me contengo de romperle la mandíbula. No entiende que en primer lugar mis ánimos están por los suelos y, segundo que el libertinaje no es lo mío.
—¡No seas deficiente! —exclama a mis espaldas divertido.
Deteniéndome abruptamente, lo miro asombrado —¡Desde cuándo hablas así! —escupo desaprobando su vocabulario.
Él ríe, pasa por mi lado y me palmea el hombro.
—¡Desde que dejé de pisar el suelo de Riad! —dice con indiferencia—. Hace precisamente un año. Aparte —añade largando carcajadas que a mí personalmente me irritan—, aprendí varias palabras nuevas; ¡me fascina éste país!
Rechino los dientes y omito responderle. Me concentro en la rústica calle, que en honor a la enigmática Pompeya lleva su nombre y gruño molesto. Es mediodía y las aceras están repletas de estudiantes.