Minutos han pasado desde que ellos abandonaron el dormitorio.
Tal vez cinco, o diez, o quince, no lo sé. Sólo sé que fueron varios.
Unas cuántas vueltas de reloj y de silencio. De abrumador silencio y el resonante tic tac de las manecillas que poco a poco empiezan a desesperarme; porque éste tipo de mutismo en particular no me gusta.
De alguna forma la angustia que envuelve y, oprime todo mi cuerpo me inquieta.
Las palabras de Rashid tuvieron el efecto menos esperado en mí.
No necesitó de un castigo físico, ni de abusos para lastimarme. La dura realidad que nunca quise ver, saliendo de su boca consiguió hacerme estragos.
Un hombre que me conoce más de lo que me conozco a mí misma. Uno que se encargó de hablarme con sinceridad, frontalidad y la verdad impregnada en la voz. Un sujeto al que aseguro odiar, despreciar, aborrecer, por el simple hecho de decirme lo que nunca nadie se atrevió a decir: lo que realmente soy.
¿Y qué soy?
¡Pues una gran egoísta; una hipócrita; una tonta!
Más lágrimas ruedan por mis mejillas y tragándome el dolor, el enorme dolor muscular, levanto mis rodillas y me acomodo hecha un ovillo en la cama; en su cama.
¡Me siento tan triste!
Y pese a que Rashid tiene razón, no es victimización, sino el sentimiento de soledad que me acompaña desde niña.
Desde que mamá dejó de abrazarme y papá de llamarme princesa.
Desde que llegaba a casa y nadie me esperaba para preguntarme quién era la niña que me jalaba el cabello en clases, o felicitarme por mi calificación alta.
Calificaciones que bajaron como la temperatura en invierno y de las que ninguno se preocupó.
Adicciones que empezaron no sé cuándo y que ni a Gala o Donatello les interesó.
Besos de buenas noches que se acabaron; conversaciones que simplemente dejaron de ser y años que comenzaron a pasar.
Años de indiferencia, de cambios, de una nueva familia que nunca sentí como mía.
Interminables años en los que el amor que necesitaba no llegó.
Más lágrimas caen a borbotones y hasta respirar se me dificulta.
¡Los odio tanto!
Los odio por haberme convertido en ésto; en un témpano de hielo, lleno de miedo y miseria.
Los odio por no haberme querido, por no haberme cuidado y, por no haberme castigado cuándo me urgió el sermón.
Aborrezco a Melany, porque buscando cariño fraternal me afiancé a ella y así me pagó: acostándose con mi novio.
Es demasiado el rencor que les profeso y por mucho que digan, que nosotros somos los responsables de nuestras propias decisiones, yo los necesité y, no estuvieron para mí.
Caminé por la cuerda floja buscando captar su atención y, ¿qué obtuve? ¡Caos!
Una vida caótica donde Bruna; mi hermosa Bruna, (tres años mayor que yo y, con un pasado de familia ausente similar al mío) me ayudó la salir del pozo y hundirme junto a ella, en otro más divertido.
Uno que me hizo olvidar el dolor, la ira, el desdén y bajo litros de tequila percibir la felicidad.
A un año de cumplir la mayoría edad y conseguir el permiso de ingresar a cualquier antro, la experimentada amante de las discotecas, me abrió las puertas a una dimensión fabulosa; a los salones amplios, lleno de luces psicodélicas, incontables tragos y música a reventar los tímpanos.
Allí mismo y, rompiendo las reglas, fue que confundí la realidad con un mundo de fantasía.
Me tomé hasta las ideas, e imaginando una vida distinta a la que me tocó vivir, sentí alegría.
Lamentablemente una alegría efímera, porque las noches no alcanzaron para apaciguar la amargura y tuve que caer más bajo.
Empezar a beber a escondidas los últimos meses de secundario, en los pasillos del instituto.
Por las calles de camino a casa.
En mi descanso laboral.
A la mañana cuando abría los ojos.
En la tarde junto a Bruna.
¡Y qué más daba, si nadie se percató de eso! De que rara ocasión paraba en un hogar que desconocía como mío. De que mi jefe me había despedido de mi primer empleo por pillarme ebria realizando un arqueo de caja.
De que el vicio lentamente nos consumía a las dos, nos aislaba de la rutina y, nos enviaba directo al paredón. A creer, tiempo después, que aceptar una bebida de extraños podía ser entretenido y, acabar pagando las consecuencias de la estupidez.
La serie de recuerdos tormentosos se corta, sólo de pensar en Bruna y su presente.
La oración de Rashid se repite en mi cabeza, como si su voz estuviera hablándome al oído diez veces lo mismo; aseverándome que soy una egoísta.
Una mujer que en parte tuvo la culpa de lo que nos sucedió y, de lo que le pasa a mi mejor amiga; la que tiñe de arcoiris mi existencia de blancos y negros; y la que quizá ya no pueda ver de nuevo.
—¡Bruna! —murmuro entre hipidos; al instante que las lágrimas tibias mojan mi cuello y el escote del sucio vestido.
¡Me siento culpable! ¡Tan pero tan culpable que ya no soporto más!
Imaginar que ella se debate entre la vida y la muerte, o suponer que no volverá a caminar, que en un futuro no podrá formar la familia que tanto anhela, me hace perder poco a poco el equilibrio emocional.
A empezar a actuar por impulso y, no con racionalidad.