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—¿Y Nicci? —pregunta ella en un matiz vocal tan suave y melodioso que me obliga a ahogar risitas, mientras me escabullo entre los arbustos donde estoy escondida.
—Jugando. —le responden con calma—. Será mejor que vaya a buscarla —sugiere y, ésta vez no consigo reprimir las carcajadas—. ¡Pastelito! —me llama fingiendo preocupación—, ¡pastelito, te quedarás sin sándwiches de queso, tomate y albahaca! —advierte.
Estiro mis manos hacia las ramas repletas de hojas verdes y las corro a un lado para observar lo que ambos progenitores hacen.
Mamá está allí, arrodillada sobre un mantel cuadriculado rojo y blanco. Abre una cesta de mimbre y, con una sonrisa estampada en su bellísimo rostro decora la mesa provisoria, que es la tela encima del césped húmedo.
Un pastizal podado y cuidado, al igual que cada prado que rodea a mi hermosa ciudad de la Pompeya.
—¡Donatello! —chilla con dulzura; levantando el mentón y mirando en dirección a los frondosos arbustos—, ¿encontraste a nuestra Pocahontas, amante de la naturaleza?
Devuelvo a su sitio la espesa cortina de verdosas hojas y tallos gruesos; me inclino y, poniéndome de cuclillas hago el mayor silencio posible, temiendo a que con el mínimo ruido sea descubierta en cualquier instante.
—¡Ji, ji! —murmuro con la adrenalina inundando mi sistema y, ojeando de reojo las zapatillas de guillermina que me regalaron cuándo cumplí los nueve.
Trago saliva repentinamente angustiada y parpadeo.
Me siento como si estuviera viviendo un sueño; un hermoso sueño de mi infancia y, es esa tediosa opresión en el pecho la que me invita a disfrutar del momento, porque a decir verdad, ésta escena que evoca mi pasado fue la última en dónde la felicidad me envolvió. A los nueve años; vistiendo guillerminas de encaje, usando un precioso vestido floreado y, yendo de picnic con mamá y papá.
Sin Adolfo, Melany o Renzo. Sin infidelidades, reclamos violentos o indiferencia. Sin adicciones... Y sin Rashid Ghazaleh.
Sinceramente podría quedarme para siempre sumergida en éste lapso de la línea temporal, dónde Gala Costas, de exuberante melena negra, altura pequeña y figura menuda, sirve los emparedados capresse que sabe, son mis preferidos; y en dónde Donatello Leombardi, mi apuesto padre, de cabello canoso, rizado; porte envidiable y fisonomía delgada, recorre varios metros de prado con tal de pillarme.
Inhalo hondo. Si existiera la chance de no despertar jamás de éste sueño, de seguro no la desaprovecharía. Pues indeclinablemente entiendo que lo es; que es un sueño. Una experiencia que parte de mi psique repite, haciendo honores a la época en que los días eran perfectos; mi rutina era tranquilidad, amor y prosperidad. Mis padres se amaban con locura y, eso me bastaba para ser la niña más dichosa del mundo.
—¡Aquí estás! —vocifera Donatello, sobresaltándome por detrás y, obligándome a caer de trasero contra el césped.
—¡Papá! —bufo largando carcajadas.
—¡Vamos mi Pastelito, que sino tu madre se comerá los sándiwches! —reflexiona inclinándose y, tendiéndome la mano.
La tomo y de un tirón me coloca sobre su hombro izquierdo. —¡Papi! —exclamo extasiada.
¡Cuánto extrañaba el que me cargara así!
—¡Gala, cariño! —grita captando su atención—, ¡te vendo un cerdito! —anuncia bajo el asombrado escrutinio de mi progenitora, cuyos rasgos faciales, de rostro en forma de corazón, largas pestañas y gruesos labios supe herederar—. ¿Lo quieres? ¡Va a un precio razonable! —espeta acercándose al mantel con el picnic dispuesto en él—: Dos emparedados más; por la cerdita de ojos verdes.
Estallo en risas y golpeteo con ambas manos, la espalda de Donatello. —¡Papá! —reprendo—. ¡Bájame, tengo hambre!
—¿Acaso no querías esconderte? —indaga con burla; depositándome en el césped; justo entre las piernas estiradas de mamá, quién me envuelve en un cálido abrazo. Uno que me faltó durante once años.
Cierro los ojos y mi mueca de algarabía se ensancha. Disfruto de los mimos maternos. De su perfume con estracto de narcisos; esa flor particular que crece en los prados aledaños a la Pompeya y la cuál me encanta.
Me encanta su apariencia, tan distinguida y poco reconocida. Su variedad de innumerables colores; mezclados los unos con los otros.
Y pese a que suele ser criticada o desprestigiada, yo amo el aroma dulce de los narcisos. Inclusive aunque afirmen que simboliza un amor no correspondido, la vanidad, el egocentrismo, el egoísmo en todo su esplendor; para mí implica un nuevo comienzo.
Desde que oí la historia de boca de mamá, es aspirar su fragancia u oír su nombre, el que me lleva a pensar que algo nuevo se avecina.
—Tu cabello ha crecido, bambina —susurra en mi oído, intensificando el abrazo.
—Ma-má —balbuceo—, ¿me... Lo trenzas? —cuestiono, temerosa de escuchar una negativa que augure rechazo.