Recurro al mayor esfuerzo posible y con sacrificio, desesperación, agobio, giro lentamente mi cabeza a un lado.
¡Dios! Es como si mi esencia y mi cuerpo no fuesen uno; como si hubiese perdido la facultad básica del ser humano que es la movilidad; y aunque entiendo que ello se debe a los interminables días que estuve postrada en una cama, inconsciente; el miedo a no volver a mover mis pies, las piernas, o los brazos, recorre cada terminación nerviosa de mi sistema.
—¿Qu-quién es ese hombre? —balbuceo temerosa—. ¿Doctor?
Evita mirarme y, concentrado en los resultados que el monitor ubicado a un costado de la cama provee, contesta—. Señorita Leombardi; lo primero que necesitamos comprobar es su estado de salud y, realizar varios chequeos. Le aseguro que es una paciente afortunada. Sus pronósticos no eran alentadores.
Inhalo hondo. La respuesta no me ha convencido para nada; ya que a decir verdad la sola presencia del individuo autoritario, informalmente vestido y, con un porte altanero, apático, soberbio; me desconcierta.
Sinceramente, intuyo que no me agradará saber porqué se encuentra parado frente a mí; delante de la cama ancha en dónde permanezco acostada e inmóvil.
—¿Rashid? —vuelvo a cuestionar en un hilo de voz; puesto que el esfuerzo que hago por recuperar la movilidad me quita hasta las ganas de hablar—. Rashid... —repito.
—Le contestaré yo mismo —espeta el sujeto, adelantándose a Ghazaleh—. Soy el oficial policial Lyes Hakme —enfatiza—. Un oficial que lleva esperando un mes, para poder conversar con usted.
Mis iris se dilatan, se expanden como platos verdes y redondos y, poso la mirada nuevamente en el magnate. —¿C-conmigo? ¿Por qué quiere conversar... Conmigo?
El policía larga una carcajada llena de sorna y capta mi atención —Yo en su lugar, no se lo preguntaría al caballero. Es el menos indicado para informarle —pone ambos brazos en jarra; en tanto muerdo mis labios a medida que el médico encargado de iniciar los análisis, quita de un suave e incómodo jalón una de las vías intravenosas—. Aunque lamento ser inoportuno, he venido a tomar su declaración —alza una ceja; una tupida ceja morena y la ironía se plasma en su rostro—. Siendo preciso, el tráfico de personas en Arabia no descansa, así que me urge oír su versión y proceder con el acusado de semejante daño.
Mi boca se abre formando una O inmensa. Los latidos de mi corazón se aceleran después de escuchar aquello. —No... No... Sé a qué se refiere —tartamudeo; percatándome de los gruñidos que larga el médico y, de la mirada preocupada de los enfermeros a su lado.
—Oficial —anuncia el doctor, golpeteando los dedos sobre una jeringa—, le recomiendo que mejor se retire. La paciente acaba de despertar de un coma y evidentemente no es bueno para su salud que esté aquí.
—Traigo una orden judicial que avala el interrogatorio a la víctima. Hubo un intento de suicidio y aparte, el empresario Rashid Ghazaleh se encuentra implicado en el negocio de la trata de blancas, así que discúlpeme pero no; no me voy a ir. Señorita Leombardi —escupe—, si gusta, lo hablamos ahora mismo, de lo contrario esperaré afuera hasta que el control de rutina acabe.
Mis fuerzas de a poco empiezan a renovarse y niego con ímpetu, con miedo, con desasosiego.
—¡No quiero! —grito y, el pitido de las máquinas que miden mis pulsaciones se dispara—. ¡No tengo nada de qué hablar con usted! ¡Váyase! ¡Váyase!
En un movimiento instintivo, mi cabeza va de un lado hacia otro dando fervientes negativas.
Aprendí a desconfiar inclusive de mi sombra; el recuerdo casi paranoico de la tarde en casa de Bruna me persigue y realmente no quiero quedarme a solas con nadie que no sea Rashid.
En éste momento, únicamente encuentro contención en el magnate crispado, enfurecido, desencajado, que ubicado en un extremo de la habitación cierra los puños conteniéndose para no estallar de la peor manera.
—¡Ya la escuchaste! —viborea Rashid acercándose rápida, amenazadora y peligrosamente al representante de la ley—. Fuera o sino...
—O sino qué —provoca—, ¿me obligará a jalar el gatillo a mí también si no hago lo que dice? —retruca con sarcasmo—. No continúe sumando fallas que le apunten con el dedo luego de ésta jornada... Señor —hunde las manos en el pantalón de mezclilla que lleva puesto y vuelve a depositar su atención en mí, asumiendo el hecho de que Rashid no se pasará de la raya. Será impetuoso, intenso o de apariencia agresiva, pero si algo destaco de él, es que sabe mantener la compostura en instantes inapropiados—. Ni siendo el más acaudalado dueño del mundo, conseguirá librarse de unas largas vacaciones en prisión. —advierte.
La cabeza me ha comenzado a doler producto de las repetitivas palabras mordaces que ese sujeto vocifera.
En cámara lenta, levanto mi brazo derecho y con dedos temblorosos tanteo mi sien.
Noto que el vendaje cubre gran parte del cuero cabelludo; de una melena reseca, áspera; un asco al tacto. —¡Quiero que se vaya! —gimoteo agobiada—. No me siento bien.