Si me preguntan; creo que la semana posterior a mi renacer de un coma pasó muchísimo más rápido, que los días en los que estuve inconsciente.
Una semana tranquila, sin sobresaltos; de paz, armonía, buena vibra como hacía tiempo no tenía. Y aunque las circunstancias no eran las más favorables; puesto que me encontraba la mayor parte de la jornada acostada, viendo únicamente médicos, enfermeros, paredes blancas y comida insípida, ¡juro por Dios que pasé la mejor semana de mi vida!
¿Patético verdad?
¿Quién en su sano juicio sería feliz, regocijándose de dolor ante los constantes pinchazos que traían a mis pobres venas peor que el colador de pasta en la casa de Bruna?
Bueno, con sinceridad mi juicio es todo, a excepción de sano; así que después de tanto sinsabor, de tantas lagunas mentales y resacas espantosas, siete días me bastaron para recuperar en parte la sonrisa.
Una a veces genuina, y otras fingida; porque la realidad era que tampoco podía tapar el sol con un dedo.
Obviamente la tranquilidad no duraría eternamente. Las secuelas en mi cuerpo amenazaban con cobrarme la factura por tiempo indeterminado y para colmo, la bruma densa, turbia, preocupante que parecía envolverme al punto de asfixiarme por las noches, me obligaba a pensar. A bucear en recuerdos muy frescos, demasiado recientes.
Uno de ellos, por ejemplo: el estado de Bruna. Estado clínico que mi incondicional acompañante se encargó de informar hasta que me cansé de preguntarlo.
¡Gracias al universo, mi rubia loca estaba recuperándose! Lentamente y con más contras que pros, había dejado el hospital justo el mismo instante en el que yo desperté del coma.
Viniendo de boca de Rashid, rubiales cojeaba al caminar y eso se debía a una leve fisura en su cadera. Dato que al saberlo me destrozó; realmente me dolió el alma al imaginar lo que estaría sufriendo. Ella siempre tan coqueta, femenina, empecinada en verse como una modelo de revista; que el que ahora usara muletas, o su rostro hubiese quedado marcado con cicatrices, indudablemente suponía un golpe durísimo a su ego.
Mi brillante estrella comenzaba a apagarse y yo no estaba allí para preservar su luminiscencia.
El magnate, luego de aquello ya no quiso proporcionarme más información que develara la agonía de Dichezzare. Sólo se esmeró en contentarme con buenas nuevas y se lo agradezco; pero tampoco soy idiota aunque lo parezca. No necesito palabras conciliadoras que disfracen la verdad de Bruna. La conozco perfectamente; así como ella me conoce a mí, y sé de sobra que el daño físico, el sentirse no tan agraciada, la marchita por dentro.
¡Si supiera la siciliana que es la más hermosa de todas las mujeres, únicamente por haber luchado para seguir viviendo, se le quitaría de la cabeza ese pensamiento inseguro e infantil!
Inseguro e infantil.
Si hablamos de infantilismo e inseguridad, yo tampoco puedo hacerme la superada porque si bien no atravesé la mitad siquiera de lo que mi mejor amiga, ha sido pésimo el estar sobria y ver por mí misma lo triste que es depender de alguien.
Alguien ayudándome a mover los dedos de las manos, en primera instancia. A estirar mis piernas luego. A que me llevaran al baño, me dieran una mano en el aseo y me simplificaran una tarea tan sencilla como resulta elevar el tenedor con puré de calabaza hacia la boca.
¿Si interiormente me tildé de inútil?
¡Mas inútil que nunca!
¿Si me arrepentí enormemente de todos esos años en los que me curtí en alcohol y jamás comprendí lo calamitoso de mi estado?
¡Sí, claro que me arrepentí!
Es terrible caer en cuenta de que ignorando el cómo o cuándo, desperdicié una etapa de mi existencia; opté por echarme al vacío y también, volverme una carga para un hombre que graciosamente vivió por y para mí, durante ocho tormentosos años.
¡Ay, Rashid, Rashid, te has ganado mi respeto!
Aún perturbado, locamente enamorado, emocionalmente inestable, me enseñó su contratacara y puedo asumir que fue de mi total agrado.
Comprender que después de largos meses, una persona aparte de Bruna se preocupó por mí, supo a gloria. Y no porque de un día para otro el sujeto al que solía detestar, comenzara a despertar las mismas emociones que él perjura sentir por mí.
Esa no es la respuesta.
La contestación certera, es otra.
Rashid Ghazaleh me demostró poco a poco, que el tipo prepotente, machista y resentido, en nada se le comparaba al hombre que se sentó en un diván a mi lado y empezó a hablar a diario de trivialidades.
A contarme del horror que percibió la primera vez que puso un pie en Italia.
De cúanto le costó adaptarse a costumbres totalmente diferentes a las de su país natal.
De lo mucho que sufrió aquella ocasión dónde sin mirar atrás, decidió dejar en el pasado a sus compañeros universitarios; universidad que abandonó al igual que la rutina en Arabia cuándo sus padres, desdichadamente se despidieron de una forma cruel y abrupta, de éste mundo.
Una historia de la que no profundizó demasiado; pues se palpaba en el ambiente que incluso ocho años después, seguía doliéndole como si los hubiese perdido ayer.