"Cuándo llegue el día en que te marches y ya no te vuelva a ver".
Tomo una inmensa bocanada de aire y depuro su oración en silencio.
Observo con desatención la postal urbanizada, excéntrica, sublime de la capital arábica y, reflexiono lo que me ha dicho.
Los rayos del sol impactan contra los cristales del automóvil. El cielo de éste distrito particular llamado Olaya; (cuyo nombre logro reconocer gracias a señalizaciones de tránsito traducidas al inglés) se torna de un azul que parece anunciar tempestad.
Giro lentamente la cabeza y miro hacia la derecha; los sitios gastronómicos abundan y las aceras en nada se le asemejan a Roma.
Aquí no hay un epicentro dónde se concentren los comercios, las grandes empresas, el arte, el entretenimiento y el oficio. A diferencia de mi ciudad natal, Riad mezcla un poco de los dos mundos.
Enseña la ostentosidad, los rascacielos enormes, cristalizados hasta su cúspide pero también casas; algunas sencillas, otras desprendiendo lujo por doquier.
Es extraño pero me gusta. Me gusta muchísimo Riad. Me encanta, aún sabiendo que es muy poco lo que conozco de un país, y una cultura totalmente diferente a la mía.
—Te has quedado callada —suelta de repente Rashid, levantando su mentón filoso y ojeando el espejo retrovisor—. Y tus silencios me preocupan.
Centra la atención en el volante y virando a la izquierda, toma una avenida poco transitada; con mayor espacio verde y cantidad de parques, pero sin perder el toque sofisticado.
—Estaba pensando... en lo que dijiste.
—¿Y qué fue lo que dije?
—Que vas a dejarme ir —musito estrujando las manos en mi regazo—. ¿Vas a dejarme ir? —pregunto dubitativa. Evitando el contacto de miradas.
—¿Te quieres quedar? —dice con retórica. Hablándome en ese matiz vocal tan bajo y ronco que estremecería hasta al más frío cubo de hielo.
—¿Qué tiene que ver mi decisión en ésto? —relamo los labios—. A fin de cuentas tú tienes el poder para dictaminar si me quedo o me voy.
Carraspea y simplemente ese gesto me obliga a voltear el rostro y observarlo.
Está sonriendo; una sonrisa que vislumbro a medias.
—Mucho —recalca—. Muchísimo.
Recargo mi nuca en el asiento y detengo mis ojos en el techo del Mercedes. Un aburrido alfombrado color gris que me ayuda a formular una respuesta inteligente.
—La ciudad me gusta —resuelvo, parpadeando—. Pero no la conozco lo suficiente. La tranquilidad es maravillosa, pero nunca nada es eterno. Entonces, sinceramente —suspiro—, no sabría qué responderte.
Sus dedos resuenan contra el volante. Un volante de un brillante cuero negro que va a tono con la distinción del coche.
—Bueno —ronronea— reformulo la pregunta: ¿hay algo que te aferre a ésta ciudad? —hace una pausa—, dime, Nicci, ¿existe algo que el día de mañana, te impida marcharte de aquí?
Bato las pestañas y las ganas de comer repentinamente se esfuman. Me siento erguida y guardo el resto de hamburguesa en el papel.
Nerviosa ante su pregunta, el combo de Mc'Donalds, que bien enamorado dejó a mi estómago, va a parar al asiento trasero del vehículo.
¿Existe algo? ¿De verdad habría algo que me frene de volver a mi querida Roma, junto a Bruna, y mi rutina vacía?
Sus risas roncas hacen eco en el interior del automóvil y me limito a callar.
Intuye cuál será mi contestación. Una que para mí es un enorme no sé; un gigantesco signo de interrogación.
—Tus ojos nunca mienten —suelta, disminuyendo la velocidad; volcando el coche hacia la banquina derecha, aparentemente alistándose para estacionar frente al cercado eléctrico de una de las grandes residencias que empiezo a vislumbrar—. Y el nerviosismo con el que aprietas tus manos, tampoco.
—¿Eso no te molesta? —susurro.
—En lo absoluto —presiona un botón del comando automático y el portón de rejas blancas se abre como por arte de magia—. Nunca fue tu elección estar aquí. Es natural que nada te ligue a una ciudad de la cuál jamás deseaste formar parte.
El guardia de seguridad ubicado en una cabina custodia la entrada, y saluda al dueño de casa tras ingresar.
La fachada de una morada enorme, elegante, discreta, se presenta frente a mis narices y evito bufar asombrada.
Por primera vez, veo desde una distancia aconsejable y bajo la luz del día, el hogar en el que el magnate Rashid Ghazaleh se crió.
No traigo mucha noción del conocimiento arquitectónico, pero el estilo inglés está impregnado no sólo en la forma triangular del techo, sino también en sus colores. Gamas que van del negro hasta el caoba.
A grandes rasgos, es una residencia que cuenta con varias chimeneas; dos plantas perfectamente definidas, una zona de barbacoa y balcones.
Ello sumado a la cantidad de altísimos árboles de paraíso que rodean la morada y su jardín principal. Un jardín que entre senderos de rosas, arbustos podados, fragancia a flores de azahar, y una fuente de piedra caliza y cuarzo rosa, llevan directamente a la puerta principal.