Al Mejor Postor Libro 1

CAPÍTULO VEINTE

El agua sigue cayendo y, el vapor inundando el cuarto de baño. Rashid no mueve un sólo centímetro de su cuerpo y yo, continúo mirándolo como una acosadora.
Mi mente se ha bloqueado; procesa preguntas que no logro responder y, lo único que puedo hacer es recorrer con la vista desde de la nuca, hasta sus pantorrillas anchas, repitiendo el proceso unas cuántas veces.

Si bien supuse que tras las prendas se escondía una figura impactante, jamás llegué a imaginar que el confirmar suposiciones me atontaría así.

Inhalo profundamente por décima vez en cuestión de minutos y levantando mi mano a la altura del rostro me ventilo la cara.

El brazo derecho del magnate se extiende hacia el grifo y presionando un pequeño dispensador el aguacero se termina. El acto me pilla desprevenida, pero también la piel dorada, las venas que se marcan en su extremidad, el tatuaje que va desde su hombro hasta la muñeca, enseñándome una frecuencia cardíaca con un simple corazón marcando su final, me embelesa; me priva de huir despavorida. 
Siempre tuve cierta debilidad por los tatuajes. Aunque jamás me animé a dibujar mi tez con ellos, los considero un significado de sensualidad, de valentía; una interesante manera de atesorar recuerdos.

Rashid suelta un gruñido y parándose erguido; todavía de espaldas a mí, me saca de cavilaciones estúpidas, para entonces comprender lo obvio: ¡tengo que irme! Pese a que el sonido del lluvero no ayuda, y que el silencio reina, debo escapar antes de que me vea.

Antes de que los problemas aparezcan; de que las confusiones me compliquen la existencia y a él le den falsas esperanzas.
¡Pues a no entreverar los tantos! Ésto es simple curiosidad de mujer. Nada más.

—¿Volteo a la cuenta de tres... O es que serías tan amable de alcanzarme una toalla? —dice con burla, dejándome totalmente estupefacta.

Mi boca se abre de tal forma que si pudiera, estaría tocando el piso. Mis mejillas hierven y apostaría a que lucen tan rojas como un tomate.

Respira Nicci. Inhala y exhala.

Doy media vuelta y sin razonarlo demasiado, abandono el umbral del baño. Todavía en su recámara, me recargo en la pared contigua e intento acompasar mis latidos acelerados.

—Aljamal... —llama, reprimiendo la diversión que le provoca mi situación bochornosa, ridícula, terrible—. Sé que estás ahí... —canturrea—. El acoso es algo que no hay que imitar, pequeña.

Cierro mis manos en puños, percibiendo cada vez más, y más vergüenza. Nunca imaginé que el ser pillada infraganti resultara tan humillante.

—¡Ahg! —chillo, llevando uno de los puños a mi boca, mordiéndome los nudillos para evitar sumar ridiculeces a la lista.

—¿Estás bien? —pregunta ahora visiblemente preocupado, dada mi nula respuesta.

—Sí... —balbuceo con timidez—. Yo... S-solo qu-quería preguntarte... ¡Perdón!

Se ríe a secas; con ronquera y masculinidad y el sofoco crece a pasos agigantados.

—No te preocupes, habibi —concilia—. Hazme un favor —pide—: alcánzame una toalla.

Parpadeo, y los dedos que mordía van a parar a mi sien cubierta de banditas. Presiono levemente la zona y recupero en parte mi compostura —Estás en un baño —respondo—. Convengamos que en un baño lo que sobran son toallas.

Carcajea entre dientes y escucho sus pasos atravesando el reluciente baño de pisos azul marino y azulejos blancos.

—Convengamos que las dejé en la cama, porque no contaba con que alguien se inmiscuyera en mi cuarto mientras estaba duchándome. —contraataca.

Bufo y obedeciendo al pedido; despaciosamente, gracias a la escasa iluminación me dirijo a la cama. ¡No hay más opción, que entregarle las benditas toallas!

—Puedes encender la lu...

¡Porca puttana! —chillo, interrumpiendo la sugerencia cuándo mi empeine choca con la pata de su amplia cama—. ¡Ésta mierda! —gruño inclinándome y tocando la zona en la que el dolor es insoportable.

Muevo lentamente el pie y la aflicción se apacigua al menos un poco.

Con rabia, producto de mi propia desatención, giro sobre mis talones después de recoger dos toallas.

—¿Te lastimaste, gitana? —pregunta asomando la cabeza. Solamente la cabeza; cuidando de no mostrar más de lo necesario.

Reprimo una sonrisa maliciosa e interiormente me repito que ya he visto lo suficiente.

—Sólo me golpee el pie con la cama —digo con ironía—. Que por cierto y sin mentir, es uno de los dolores más espantosos; pero fuera de eso, y a comparación de lo anterior —me señalo el cabello rasurado—: ¡estoy perfectamente!

Le tiendo las toallas y su mano mojada y tibia, roza mis dedos enviándome descargas eléctricas.

Tu cabello me fascina —ronronea igual de afectado que yo, ante el ligero toque.

Relamo los labios y una vez las agarra, me alejo unos cuántos pasos —Yo... Necesito preguntarte una cosa.

Le oigo suspirar.

—Claro —espeta—. Enseguida salgo y lo hablamos.



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En el texto hay: romance, toxico, italiana

Editado: 12.08.2020

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