—Estoy confiando en ti —destaco, antes de irme—. ¿Sabes lo que implica en una persona como yo, confiar en alguien? —inquiero dando pasos marcha atrás, mirándole a los ojos.
—Lo implica todo, Nicci —concuerda regalándome una media sonrisa—. Y así como dices confiar en mí, yo te prometo no pasarme de la raya, en ningún aspecto. Soy un hombre de palabra.
Entrelazo las manos en mi pecho y asintiendo retomo el andar por el pasillo.
—Gracias.
—A ti, gitana —añade con ronquera; con su voz grave, baja, estremecedora—, por confiar en mí.
—Sólo... No lo arruines —musito—. Cuesta demasiado ganarla y un santiamén perderla.
—Suelo aprender de mis errores; y corregirlos para nunca más volver a cometerlos. —sostiene vehemente.
Giro sobre mis talones y me concentro en caminar lo más rápido posible hacia el otro extremo del corredor.
Las ansias por sonreír como una tonta amenazan con vencer mi sentido racional y no lo puedo permitir.
Es bastante incómodo ese remolino de emociones que arrasa en mi interior. Esas ganas locas de reír hasta llorar. ¿Les ha pasado alguna vez? A mí me está pasando y les afirmo que no es divertido. Por el contrario es abrumador. Es percibir cómo un tsunami barre con mis murallas poniéndome de malas; de malas porque no consigo aclararme a mí misma qué demonios me sucede.
Porqué siento molestia, un deseo inmenso de jalarle el cabello a cualquier mujer que ocupe la habitación de ese magnate de dos caras.
Porqué un cosquilleo indescriptible recorrió mi espina dorsal cuándo vi su cuerpo desnudo; su cuerpo tallado por el mismísimo Dios; su cúmulo de atributos físicos que particularmente a mí, me dejaron pasmada.
Porqué si al tenerlo delante no quiero besarlo como la típica víctima que se enamora de su captor, su salvador, o el psicópata sexy del libro; pero sí deseo con todas mis fuerzas su cercanía.
Porqué si estoy segura de que en él confío, aún la daga de la incertidumbre la traigo clavada en el cerebro.
Porqué, porqué... ¡Y tantos porqué, que mi cabeza terminará estallando!
—Gitana —me llama, tras percatarse de que nada más pienso acotar—, ¿te acompaño a tu habitación?
De nuevo el rubor se apodera de mis mejillas y consecuencia de su ofrecimiento me paro en seco. ¡Resulta que ahora habla, y me sonrojo! ¡Pero qué patético!
—No es necesario —exclamo, observando fijamente la preciosa pared de un aburrido color blanco—. Aparte es inapropiado que... Te varíes en... En toalla por la casa.
—Tampoco es muy apropiado el que pispeen cuándo estoy desnudo —contraataca con astucia y arrogancia. Una arrogancia que me gusta—. Pero de cosas inapropiadas está hecho el mundo. Eso sin mencionar que en mi casa, y con mayor razón, en la planta superior puedo pasearme en pelotas si lo quiero.
Inmediatamente frunzo mis labios; los transformo en un fino trazo inexpresivo y me repito que no debo reír ante la insinuación.
—¡Genial! —objeto sarcástica—. Encima de ex captor y empresario con tendencia al acoso, también eres un neandertal que quiere desfilar en cueros por la casa —levanto el mentón y limpio el sudor imaginario que rueda desde mi frente hasta el cuello—. ¡Qué fabuloso!
Carcajea —¿Te lo imaginas? —provoca—. No estaría mal; desnudos como salvajes, como primitivos. Sin ropa, sólo piel...
—¡Ay, ya! —chillo sofocada, apresurándome en dirección al marco del cuarto que ocupo. Olvidándome que hace una hora salí del hospital.
¡Es tan grande la vergüenza al oír su descaro, que correr maratones para alejarme de sus provocaciones luce tentador. Demasiado tentador, aunque luego termine sin oxígeno!
—Pero si estábamos manteniendo una conversación interesante —se burla entre risadas.
—¡Dijiste que no ibas a pasarte de la raya, y fíjate! —recrimino abriendo la puerta. Esperando con curiosidad su justificación antes de encerrarme.
—Yo no me pasé de la raya —se jacta, adoptando un timbre vocal listo para embaucar—. Que tus pensamientos te perturben, pues no es culpa mía, aljamal.
Ruedo los ojos y resoplo.
Rashid Ghazaleh es la primer persona en mi existencia que a la que quiero mandar literalmente a la mierda.
¡Qué sujeto más irritante!
—¡Claro! —bramo—. ¡Resulta que ahora soy la culpable!
—Obviamente —concuerda mofándose—. Por cierto, si precisas ayuda no dudes en llamar —anuncia con repentina seriedad y preocupación. Una preocupación que borra mi molestia al instante—. Al lado de tu cama hay un botón, muy parecido al de la clínica. Sólo púlsalo.
—Bien —espeto alto y fuerte; cerrando lentamente la puerta—, gracias, neandertal.
Evita reír dada la ocurrencia y sentencia —Deja sin seguro.
—¡De ninguna manera! —exclamo arrugando el ceño.
—¡Pierde cuidado, cariño; éste salvaje sabe comportarse! —enfatiza igualando mi timbre vocal. Un timbre estruendoso que se podría escuchar con claridad en la planta inferior—. Lo digo por Meredith. Ella subirá con las píldoras a la hora recetada —el sonido del clic en la cerradura indica mi exitoso aislamiento y aliviada, apoyo mi frente en la superficie fría—. A las nueve voy por ti. Asegúrate de vestir prendas frescas, pronosticaron una noche calurosa. —es lo último que le oigo decir.
Convenciéndome de que se fue doy cortos pasos, y me planto en el medio de la recámara.
Me urge un aseo, descanso, y empezar a recuperar energías.
Quiero bañarme y reposar; reposar largas horas en una cama que no sea la incómoda del hospital. Quiero cepillarme los dientes; perfumarme; ponerle loción humectante a mis piernas de piel reseca.
Quiero hacer tantas cosas en cuestión de minutos, que se me olvidó lo más importante: no tengo ropa.
Observo a detalle la habitación y mis ojos se centran en el armario de madera barnizada. Una madera color caramelo tan brillante, que hipnotiza.
Me aproximo al mobiliario y suplicando a Dios que aparezcan prendas por arte de magia, tomo la manija de uno de los cajones y tironeo hasta que cede. Hasta que unos cuántos conjuntos de lencería se vislumbran delante de mis retinas.