MARATÓN 3/3
—No lo tengo que pensar demasiado —digo con rapidez y convicción—. Sí. Sí quiero salir a cenar contigo.
Salir a cenar contigo... Y algo más. ¡Quiero más contigo!
Levanta el mentón y arrogante, sonriente, inigualablemente apuesto, se separa de mí, y me guiña el ojo.
—Entonces, ¿por qué no vas a comer algún bocado, te alistas y sales de compras?
—¡¿De compras?! —exclamo con asombro—. ¿Cómo voy a salir de compras si no conozco mucho del centro? ¡Si ni siquiera tengo dinero!
Carcajea y pasando por mi lado, sus dedos tocan el bolsillo de mis shorts. Unos holgados, cómodos y frescos shorts de algodón.
—Ahora lo tienes —susurra cerca mío, erizándome uno a uno, los vellos de la piel—. Tienes mucho dinero. Cómprate un lindo vestido. Ve al salón de belleza. Invita a Meredith si gustas, ella te guiará hacia los mejores comercios; incluso quedará Stefano a tu disposición.
Suspiro, y girando el rostro en dirección al arabillo que me da la espalda y se dirige al interior de la mansión, hundo la mano en el bolsillo derecho; es tanta la curiosidad que no consigo aguantar hasta que él desaparezca. Con ansias palpo la tela, toco un vértice duro, plastificado, y expectante saco el objeto misterioso.
Mis ojos seguramente habrán de estar brillando de la emoción. Rashid guardó en mi bolsillo una tarjeta de crédito. Una perfecta y sofisticada tarjeta de color dorado.
<<Ahora lo tienes. Tienes mucho dinero>> Es lo que se repite en mi subconsciente.
—¡Iupi! —chillo feliz. Olvidándome completamente del mal trago anterior, y ansiosa de saber que voy a salir de compras, que me invitaron a cenar y que encima soy portadora de una tarjeta de crédito cuyo fondo desconozco, pero que viniendo del ostentoso magnate asumo, esconderá cifras estratosféricas.
Reprimiendo sonrisitas, al trote y bajo el extenuante calor me encamino a la casa, precisamente a la cocina dónde Mer, alias amante de las recetas, mezcla, contoneándose al ritmo de una suave tonada, alguna preparación con vainilla.
—¡Hola, hola! —saludo, asustándola.
Se aferra al bowl y volteando, me mira espantada —¡No vuelvas a saludarme así, niñita! —chilla con sus orbes bien abiertas y una vena marcándosele en el medio de la frente.
—Perdóname —digo adentrándome en el salón adornado de cucharones de acero, cacerolas, sartenes y hierbas aromáticas. Romero, comino, cilantro, albahaca, y orégano—. ¿Cómo estás?
—Me lo preguntaste hace hora y media cuándo te levantaste —alude retomando la tarea de batir frenéticamente.
—¿Y estabas bien? —insisto enarcando una ceja, acercándome a ella y presionando cariñosamente sus hombros.
¡Cuánto aprendí a querer a Meredith! A esa mujer de cabello recogido, porte robusto, delantales manchados de harina, salsa o chocolate y una espectacular sonrisa en su rostro de porcelana, aprendí, con el transcurso de los días a adorarla; a verla como mi figura materna, y a demostrarle algo que me ha costado enormidades con el correr de los años, poder demostrar: cariño.
—Lo sigo estando —resuelve, concentrándose en evitar que se formen grumos en la pasta cremosa, que revuelve sin cesar—. La pregunta es, tú, que apenas despertaste querías aventar la habitación entera por la ventana, ¿estás bien?
—Sostengo mis palabras; a veces lanzarlo todo desde tres metros de altura es la calma perfecta al malhumor —contesto risueña, retirando una banca alta, de asiento circular y colocándola cerca de la mesada, dónde ella cocina—. Sin embargo tengo mis momentos, el de ahora por ejemplo, es de suma felicidad.
—Y, ¿debido a qué?
Inhalo hondo y poso ambas manos en mi regazo—. A que nos iremos de compras.
El batidor manual se le cae al piso y largando un quejido, se acuclilla para recogerlo.
—¿De compras? ¡Pero Nicci qué te está pasando!
—Tu niño caprichoso me invitó a cenar en la noche —declaro—. Me dio una tarjeta de crédito, y me dijo que saliéramos las dos. Yo creo que es una idea brillante.
Abre el grifo del agua, enjuaga el utensilio, niega con la cabeza y se ríe.
—¿Estás feliz porque tendrán un rato a solas, o por que tienes dinero para gastar como una loca?
Le dirijo una mirada maliciosa y carcajeo —Las dos... Aunque siendo honesta, la segunda es tan —extiendo los brazos y resoplo—, ¡maravillosa! ¡No es que sea una chica materialista ni nada por el estilo! —me justifico—, sólo que no puedo mentir y decir que no me emociona el hecho de semejante atención.
—Rashid es obstinado, a veces un patán, y otras un egocéntrico insoportable, pero en el fondo es un caballero —exclama con orgullo—. Como lo mencioné una vez, le muestra al mundo lo que él desea mostrar. Forjó una personalidad que difiere de lo que realmente es mi muchacho. Es cariñoso, atento, detallista, un hombre que en cualquier ámbito, siempre estará al pendiente del más minucioso detalle con tal de complacer a los que ama.