Sus ojos se detuvieron en la aclaración de firma. ¿Qué? ¿Una mujer? ¿Esa carta la había escrito una mujer? Tenía un algo masculino, de tratarlo de igual a igual, con eso de llamarlo amigo y la escena del bar.
Vació la botella, la dejó en el sillón junto a la lámpara con aire distraído y dio un paso hacia… no sabía hacia dónde. La cocina, el comedor, su dormitorio. Dio otro paso para averiguarlo.
Sus pies lo llevar a buscar más cerveza y cigarrillos al sofá, y luego lo sacaron al deck. Una de sus manos volvió a sostener el combo botella-cigarrillo-carta mientras la otra llevaba el teléfono a su oído.
Al otro lado del Pacífico, Ashley Finnegan oyó que el teléfono de su esposo sonaba hasta cortarse, para volver a sonar unos segundos después. Se asomó a la recámara intrigada y encontró la nube de vapor que escapaba por la puerta entreabierta del baño. El teléfono seguía sonando sobre la cama junto a la guitarra, y al ver quién llamaba, lo llevó apresurada al baño.
—¡Ray! ¡Es Stu! —exclamó.
Su marido asomó la cabeza llena de espuma, sólo un ojo abierto. —Atiende en altavoz y déjalo allí —le pidió, intentando limpiarse la cara con manos igualmente llenas de espuma.
Ashley hizo lo que le pedía y salió para permitirle hablar tranquilo.
El guitarrista mantuvo la cabeza fuera de la ducha para escuchar bien. Su amigo sonaba tranquilo. Borracho de acuerdo a lo esperable, aunque menos de lo esperable. Su pregunta lo tomó absolutamente por sorpresa, y se la hizo repetir dos veces antes de terminar de entenderla y creerla.
—No puedo explicártelo ahora, Stu. Envíame el nombre y dame una hora —replicó, todavía sin reponerse de su asombro—. ¿Estás bien?
—Sí. Llámame.
Otro esperable: que le cortara a la primera pregunta. Finnegan suspiró meneando la cabeza y se acordó de enjuagársela. El mensaje tardó varios minutos en entrar. Lo que le llevó a Stu escribir las letras correctas en el orden correcto. Finnegan terminó de ducharse preguntándose qué estaría ocurriendo. Por suerte Norton volaría a Hawai al día siguiente, y Finnegan confiaba en que no pasaría nada grave antes de que el baterista llegara a la casa de Stu.
¿A quién querría encontrar por internet, él que por definición detestaba contactar personas online?
Mientras tanto, todavía de pie en el anochecer húmedo y opaco, Stu sintió una vaga punzada de apetito. Y ni la menor intención de hacer algo al respecto. En cambio, regresó a la sala con paso cansino y se detuvo ante el corredor que llevaba a los dormitorios.
En algún lugar de su mente, a través del dolor y el vacío arrolladores, a través de la falta de sueño y descanso, de la cabeza embotada por días y días de mucha más bebida que comida, había una imagen borrosa entre él y esa hoja marcada después de pasar meses doblada y olvidada.
Un bar a media luz, él en una mesa con una Corona y un cigarrillo. Y a su lado, una figura femenina en sombras. No se miraban. Estaban sentados lado a lado, bebiendo y fumando en silencio. Un suspiro brotó de sus labios contra su voluntad. Había algo de complicidad, de compañía, de comprensión tácita en esa escena.
Sí, las palabras eran criaturas engañosas. Tenía razón, esa mujer al otro lado del mundo, meses atrás, cuando su vida todavía era una vida y no sabía lo que le esperaba al regresar. Tenía razón: las palabras engañan, y las imágenes que sugieren son igualmente engañosas.
Se había dirigido a él de igual a igual, como si tuviera su edad y su profesión, como si también fuera un hombre, con esas alusiones a bares y micrófonos y el mar. Lo había llamado “amigo”, a pesar de que en general las mujeres… Bah, ni siquiera valía la pena perder tiempo en pensarlo. Era una carta bien escrita, en un inglés fluido. Algo diseñado para caerle simpático. Cuánta honestidad había tras esas palabras, esas criaturas engañosas como ella misma las llamara, aún quedaba por verse.
Tuvo que hacer acopio de valor para entrar al dormitorio de sus hijas. Tomó un largo trago cerrando los ojos con fuerza y entró a paso de carga, manoteó la computadora, salió como si lo persiguiera el diablo. En realidad sólo lo perseguían sus propios fantasmas. Pero comparado con ellos, el diablo parecía un caniche toy.
Atinó a detenerse justo antes de llegar a la cocina. Giró hacia la mesa, vio que no quedaba espacio libre para apoyar la computadora y regresó a la sala con mucho menos ímpetu. Se dejó caer otra vez en el sofá junto a la guitarra abandonada, sintiendo el escozor en la garganta y tras los párpados. Se llevó la botella a la boca y tragó hasta que sólo hubo aire.
Ignoró su mareo para abrir la laptop, y esperó que se iniciara abriendo otra cerveza. En su mente no había lugar para pensamientos claros; sólo esa nube de nada blanda, rozando el dolor de cabeza, que hacía que todo fuera menos real e importante. Perfecto. Era exactamente lo que necesitaba.
Después de varios intentos logró abrir el navegador y miró ceñudo el buscador de la página de inicio. Ray había dicho que se encargaría, pero él necesitaba distraerse. Sólo recordaba el nombre. Tuvo que buscar el apellido al final de la carta que aún estrujaba en su mano y lo tipeó con dos dedos, sin soltarla.