Al Otro Lado - Aol 1

4. Conversaciones Nocturnas

Stu luchó por llevar la maldita flecha del mouse a la parte superior de la página, para enviarle una solicitud de amistad a la autora de la carta. Siempre había visto a sus hijas hacerlo con tanta facilidad y rapidez, que jamás se le hubiera ocurrido que pudiera ser tan difícil utilizar el diminuto pad digital bajo el teclado. Vaciló un instante antes de enviar la solicitud, y luego apartó la computadora con brusquedad y se puso de pie.

Tuvo que esperar a que se le pasara el mareo para dar un solo paso, y tan pronto fue capaz encaró hacia la cocina, dejando que el mal humor creciera. Abrió el vino gruñendo entre dientes, sintiéndose un completo idiota, y regresó a la sala. Se quedó parado en medio de la habitación, una mano en la cintura, mirando la computadora con abierta hostilidad.

Sólo entonces advirtió que todavía tenía la carta en la mano. La dejó caer al suelo con rabia, se quitó los lentes y avanzó hacia el ventanal, que ahora se abría a la oscuridad del mar sin luna ni estrellas. Un sonido electrónico reclamó su atención desde el sofá. Lo miró de lejos, huraño, y sus ojos regresaron al ventanal. Un minuto más tarde se acercó a la computadora como quien busca pelea en un bar. La miró desde arriba, sin inclinarse, y sólo alcanzó a distinguir el punto rojo de una notificación. Se puso los lentes gruñendo en voz alta y tomó la computadora, pero no logró mover el mouse así, de pie. Tuvo que sentarse de nuevo, la computadora sobre sus piernas, y luchar con su vista borrosa, su mareo y su rabia hasta que consiguió abrir la notificación.

Alzó las cejas, los labios fruncidos en torno al cigarrillo: solicitud de amistad aceptada.

—Eso fue rápido —murmuró, siguiendo el enlace al perfil de la mujer.

Vio la opción de escribirle un mensaje. Vaciló. ¿Qué diablos buscaba con esta estupidez?

Escribió dos palabras: “Hola. Gracias.”

Apenas lo había enviado cuando se abrió una pequeña ventana en la parte inferior derecha de la pantalla. Se sacó con lentitud el cigarrillo de la boca, tiró la ceniza a la alfombra. ¿Eso era la respuesta a su mensaje?

“¡Hola! Siempre es un placer conocer a otro coiner. ¿Eres nuevo en Facebook?”

¿Por qué lo llamaba coiner? Le llevó un largo trago de vino imaginar que ella debía haber revisado su perfil. Vio que no tenía contactos y que seguía a Ray y la página oficial de la banda, deduciendo que era un fan.

“Sí,” respondió, y luego agregó, “En realidad odio esta mierda.”

Se quedó mirando lo que había escrito. Se preguntó para qué le había hablado si eso era lo único que tenía para decir. Pero antes de hallar una respuesta, ella ofreció otra.

“Todos odiamos Facebook, pero todos terminamos aquí. LOL.”

Stu se congratuló por haberse sentado alguna vez a ver a su hija mayor chatear con sus amiguitas. De otra forma, hubiera tenido que preguntar qué significaba ese ‘LOL’.

La mujer escribía rápido en inglés.

El cigarrillo le quemó el borde de los dedos y lo arrojó por el ventanal sin siquiera mirarlo, la boca torcida en una mueca pensativa. Tipeó por impulso, como venía haciendo todo en las últimas tres semanas.

“¿Estás en Argentina?” preguntó, para terminar de asegurarse de que era ella.

“Sí. Tú eres de San Francisco, ¿verdad?”

Le respondía casi antes de que él alzara los dedos del teclado, a un ritmo mucho más rápido de lo que su mente ofuscada y sus dedos entorpecidos podían seguir.

“Sí,” tipeó, y esperó.

Pasó un minuto, dos, tres. Stu había prendido otro cigarrillo. Fumaba y bebía atento al monitor, pero la mujer no volvió a escribir. Se dio cuenta de que se estaba adormeciendo, y en la somnolencia que lo ganaba había un dejo de rabia porque ella no intentaba conversar. ¿No había dicho que eran amigos?

Lo ridículo de la sensación lo despabiló, y advirtió que había aparecido un nuevo renglón en el chat.

“No eres muy conversador, ¿verdad?”

Stu se llevó el teléfono al oído mientras decidía qué responder.

“No. Aún no estoy lo bastante borracho.”

Ray atendió de inmediato.

—Ayúdame. Hace un siglo que no intento ligar —le dijo.

“¿Cerveza?” preguntó la mujer.

—¿¡Qué!? —exclamó Finnegan, sin disimular su incredulidad.

“Vino. ¿Te gusta el vino tinto?” escribió, y repitió en el teléfono:—Que me des una mano.

“No, aunque imagino que todos los varones coiner están obligados a que les guste el vino tinto como a Stewie Masterson. :D”

—¿Qué estás haciendo, Stu? —insistió Finnegan.

—Chateo con ella. No tengo la menor idea qué decir. —Soltó una risita apenas audible que dejó a Finnegan de una pieza y tipeó, “Imagino que sí. ¿Tú prefieres la cerveza?”




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