Esa tarde, por primera vez desde que llegara a Hawai, Stu sacó su Jeep y condujo hasta el centro comercial con Norton y Finnegan. El guitarrista se demoró en la tienda de música mientras los otros dos acopiaban provisiones como para un invierno nuclear, y Norton ni chistó al ver la cantidad de alcohol y cigarrillos que Stu agregaba a la compra.
De regreso en la casa, Stu los sorprendió al salir muy decidido en busca de su tabla y dirigirse al mar a paso firme. Sus amigos se le unieron pocos minutos después. Finnegan fue el primero en regresar a la orilla, y se entretuvo filmando videos de uno o dos minutos y tomando fotos. Tuvo cuidado de que la cara de Stu no fuera visible, y de tomar sólo una foto de él y Norton juntos, de espaldas y a contraluz, no fuera que las siluetas sugirieran nombres.
Luego Stu volvió a sorprenderlos cuando se empeñó en cocinar para ellos. Cenaron escuchando música a todo volumen y salieron a fumar hierba al deck. Se emborracharon los tres como si quisieran batir algún récord, y se demoraron fumando y bebiendo y resolviendo crisis mundiales hasta que el cielo comenzó a clarear sobre el mar.
Sin embargo, antes de perder por completo su motricidad fina, Stu alcanzó a enviar un mensaje privado por Facebook. “Me gustaría que intentáramos un chat de voz. Avísame cuando te conectes. Ahora voy a pasarla bien con mis amigos. Espero que hayas tenido un buen ensayo.”
Se despertaron cerca del mediodía. El ama de llaves ya estaba terminando su batalla del día con sigilo elogiable. Vio las caras fruncidas, las manos apretando las sienes, los hombros encogidos ante el menor sonido y el menor brillo. Antes de irse, preparó varios galones de café cargado como para despertar a un muerto, y lo dejó listo junto a dos tabletas de analgésicos y digestivos.
Los músicos se derrumbaron en los sillones bajo el toldo del deck, con sus tazones de café y los lentes de sol clavados a la cara, hasta que la luz y el calor los empujó de vuelta dentro de la casa.
A eso de las tres de la tarde, habían reaccionado lo suficiente para que Stu se palmeara la frente sin que lo matara la migraña y gruñera algo sobre “condenadas diferencias horarias.” Los otros dos se limitaron a mirarlo arrastrar los pies para ir a desmoronarse en el sofá de la sala, hasta que junto fuerzas para abrir la computadora en la mesita frente a él. Un momento después, su voz profunda, áspera de alcohol y tabaco, llenaba esa parte de la casa.
—¡Ray!
Finnegan suspiró, sin más alternativa que ir a cumplir su rol de introducir a su amigo a las bondades de la tecnología.
Stu revisaba su Facebook, sin hallar ningún mensaje de ella. Lo último que había publicado eran los primeros versos de Fade Out y el video de la canción. Considerando que era depresiva aun para el promedio de las letras de Stu, no hacían falta muchas luces para adivinar que le había sucedido algo que había hecho mella en ese buen humor blindado que solía desplegar, al menos con él.
Apenas alcanzó a escribir, “Hola,” antes de que Finnegan le arrebatara la computadora.
Mientras esperaba que su amigo se la devolviera, recordó una parte de la carta que ella le diera el año anterior: “Y cuando necesito un amigo, pero no quiero dar explicaciones, te llamo… Y tú sabes a qué me refiero porque ya me has contado en una canción que has pasado por lo mismo.”
—Está en línea —le avisó Finnegan—. Pregunta cómo estuvo el mar hoy. ¿Te molesta si hablo con ella?
Stu hizo un gesto que significaba que podía hablar cuanto quisiera, recordando cómo seguía esa parte de la carta: “Entonces te pido que me hables de los mares que no conozco…”
Oyó que Finnegan tipeaba a una velocidad similar a la de ella, riendo entre dientes cuando ella respondía. Mientras su cabeza se despejaba, se abstrajo en pensamientos inconexos, que giraban más que nada en torno al vacío que seguía sintiendo en su pecho y cuánto echaba de menos a su mujer y a sus hijas. Se sobresaltó al escuchar hablar al guitarrista en voz alta, y que una mujer le respondía desde la computadora, la voz distorsionada por ecos electrónicos.
—¿Me oyes?
—¡Alto y claro, Ray! ¿Y tú a mí?
—Perfecto. Un placer conocerte. Ahora los dejaré solos. ¡Hasta pronto!
—¡Adiós, Ray, gracias!
Finnegan le señaló la computadora a Stu, y al ver su expresión ceñuda de incomprensión, bloqueó el audio para decirle, —Ahí tienes. Sólo audio, sin video. Haz click en el botón con el micrófono para que pueda escucharte.
Stu meneó la cabeza. —No, no hablaré con ella aquí.
Finnegan suspiró, armándose de paciencia. —Bien, al menos salúdala, y avísale que te tomará un momento acomodarte para conversar con ella. Y guárdate ese ceño, que no soy tu IT.
—Cabrón —gruñó Stu, y le indicó que abriera el audio—. Hey, hola, soy yo, Stu.
—¡Hola, Stewart! ¡Un placer escucharte! —Sonaba tan animada como escribía—. ¿Cómo va esa resaca? Tal parece que se montaron una verdadera fiesta anoche.