Al Otro Lado - Aol 1

11. Penas

La computadora estaba sobre una mesa esquinera bajo la ventana lateral, enchufada para no gastar batería. Stu habló desde el medio del estudio, volviéndose hacia la ventana mirador que se abría a la playa.

—¿Cómo me escuchas? —preguntó.

—Bien, claro, ¿por qué?

—Ahora sé que no preciso estar pegado a la computadora.

—Sí, es un alivio compartido.

—¿A qué distancia estás tú de tu computadora?

Ella rió por lo bajo. —Estoy hablando con auriculares desde mi teléfono, que está en mi bolsillo mientras limpio mi casa.

—Oh. Yo aún no comprendo estos teléfonos táctiles, por eso sigo con la computadora. Le pedí a Ray que la trajera al estudio.

—¿Estudio?

—La habitación donde me gusta encerrarme a pintar y escribir tranquilo.

—¿Escribes? ¿Y pintas? Guau.

Sólo al advertir su sorpresa, Stu se dio cuenta de lo que había hecho, y el silencio que siguió lo hizo arrepentirse de haber abierto la boca. Volteó a mirar hacia la pantalla como si fuera a verla.

—¿Cómo estás hoy? —preguntó, para evitar cualquier interrogatorio.

—Bien, gracias. ¿Y tú? ¿Cómo va todo con tus amigos allí?

—Bien, bien. En realidad, Flynn hace una semana que está aquí. Ray llegó ayer.

Sin detenerse a pensarlo, acomodó el caballete frente al ventanal. Y entonces reparó en que había mencionado los nombres de sus dos amigos. De pronto una conversación de viva voz ya no parecía tan buena idea. Escribiendo, tenía tiempo de revisar lo que iba a decir antes de que ella lo viera, para cambiarlo o corregirlo si lo creía necesario.

—Ayer Ray tomó unas fotos para ti, cuando sacamos las tablas al atardecer.

—¿De verdad? ¡Oh, gracias!

—Olvídalo. Le pediré a Ray que te las envíe por Facebook luego, para que puedas verlas mañana.

—Oh, Stewart, gracias. De corazón. Muchísimas gracias por recordar lo que te pedí el domingo.

Algo en su acento reclamó su atención y frunció apenas el ceño, los ojos claros moviéndose del mar y la playa al otro lado del ventanal a la tela en blanco que pusiera en el caballete.

—¿Cómo estás? —repitió, mirando la computadora de soslayo—. Me refiero a cómo estás realmente.

Ella rió por lo bajo, un sonido suave y cálido a pesar de la distorsión. —Estoy bien, gracias —respondió con la misma suavidad, sin asomos de bromas ni hiperactividad.

—Vi la canción que publicaste.

—Oh, eso. Nada importante, sólo el humor del momento.

—Por supuesto —replicó él, eligiendo un pincel—. Vamos, habla. No intentarás hacerte la dura de nuevo.

—No es nada, créeme. Lo que menos necesito es hablar de eso. No es más que un estúpido capricho que acabó convirtiéndose en una guerra de orgullo, y que preciso superar lo antes posible.

—Pero no puedes —completó él, asintiendo mientras trazaba las primeras pinceladas de azul, desprolijas y al azar, todavía buscando una forma que las encauzara. El suspiro desde la computadora le dio la razón—. ¿Segura que es sólo un capricho, no amor?

—El amor no conoce orgullo, Stu… Stewart.

Era la primera vez que lo llamaba así, y le causó gracia la prisa con la que se corrigió. —Está bien, ya puedes llamarme así.

—Gracias. ¿Así que aún no has salido de tu casa? ¿No fuiste a la playa?

—Tú crees que no es amor —replicó él, sin dejarse apartar del tema.

—¡Muy bien! —exclamó ella, y casi sonaba divertida—. ¡Al parecer pretendes que me confiese!

—¿Sabes? Con la temporada que vengo teniendo, será un cambio interesante ponerle el hombro de otro por una vez.

—¿Tus amigos no tienen penas para compartir? —Siempre parecía hablar riendo, o al borde de la risa, pero su segundo suspiro borró esa impresión—. Bien, intentaré resumirlo. Es la primera guitarra de la banda. Comenzamos a ‘no salir’ a fines del año pasado. Me persiguió hasta que me conquistó, y entonces consideró que había logrado su objetivo y de un día para el otro me dio la espalda. Cometí el error de confiar, abrirme un poco a él, así que su conducta fue como si un piano me cayera en la cabeza. Porque un día se desvivía por mí, me hacía sentir bien, apreciada, deseada, y la pasábamos muy bien juntos, ya fuera en la cama o almorzando; y de pronto desapareció. Sin explicaciones, ni excusas ni nada. Bien, tampoco le di demasiada chance de hacerlo. Me sentía tan lastimada que mi reacción fue hacer lo mismo que él: darle la espalda también.

«Podrías decir que allí terminó el asunto. Pero en realidad no, porque todavía compartimos ocho o diez horas por semana en la banda, ensayando y tocando. Y a veces los ensayos me resultan difíciles. ¿Qué puedo hacer contra su actitud distante y cortés, su indiferencia tan correcta? Y eso es todo. Anoche recibí un golpe bajo y todavía me siento una tonta sin remedio.




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