Stu se demoró en el estudio. Norton le llevó algo de comer, y él abrió la puerta sólo lo indispensable para aceptar el plato y pedir vino. Tras él, la tela en el caballete era un borrón confuso de colores que comenzaban en un amarillo sucio y corrían por las gamas del rojo hacia el negro.
Los otros dos controlaron su aprensión y el impulso de metérsele en el estudio para ver cómo estaba.
Cuando el sol resbaló hacia las montañas, Stu apareció en el comedor con los ojos vidriosos y la cara congestionada. Se dirigió a su cuarto sin siquiera mirar a sus amigos y regresó listo para ir al mar. Un momento después se alejaba solo con su tabla hacia la orilla.
Los otros dos intercambiaron una mirada de preocupación.
No precisaron ponerse de acuerdo.
Finnegan permaneció en el deck, desde donde vio a Stu remar hasta pasar la rompiente y sentarse en la tabla en las aguas calmas del crepúsculo. Un momento después se dobló sobre sí mismo hasta cruzar los brazos en la tabla y apoyar en ellos la cabeza, una figura empequeñecida, golpeada e inerme que se mecía blanda en la corriente.
En tanto, Norton puso en marcha la cena y subió a limpiar envases, colillas, platos. Se detuvo helado en medio de la habitación. El bastidor que pintara primero estaba apoyado contra el ventanal, la imagen inconfundible de Jen con las niñas en la playa. Y en el caballete, la tela fresca de la que él tuviera un atisbo. Un revoltijo de manchas sucias, oscuras, que brotaban de la espalda de una figura negra de perfil: un hombre de pie con la cabeza caída entre los hombros, los brazos colgando inertes a los lados. El hombre estaba en un extremo de la tela, de espaldas al resto del cuadro, que quedaba cubierto por esas manchas oscuras, confusas que brotaban de él.
Norton respiró profundo, aguantando la pena y la impotencia, y salió en silencio con lo que fuera a recoger. Optó por no referirle su hallazgo a Finnegan, que tocaba la guitarra perezosamente en el sillón del deck, los ojos en el mar ensombrecido donde costaba distinguir formas y distancias.
El baterista cruzaba el comedor cuando oyó la exclamación del guitarrista, y sus pasos que bajaban apresurados los escalones hacia la playa. Soltó todo sobre la mesa de la cocina y corrió hacia afuera.
La noche se cerraba, y en el haz de luz que el ventanal de la sala arrojaba sobre la arena, Norton vio que los otros dos parecían forcejear. Hasta que comprendió lo que sucedía: Stu había tropezado, y Finnegan había llegado a tiempo para evitar que cayera con la tabla. Pero Stu había intentado rechazarlo. Finnegan le había echado un brazo al cuello y el otro cruzándole el pecho, mientras Stu todavía resbalaba intentando apartarlo. Sacudía la cabeza maldiciéndolo con voz sorda, y soltó la tabla para descargar puñetazos débiles en los brazos de su amigo. Hasta que se dio por vencido y literalmente se colgó de él, llorando desconsoladamente. Finnegan lo abrazó con todas sus fuerzas, escondiéndole la cara contra su pecho, sosteniéndolo para que se desahogara.
Cuando estuvo en condiciones de caminar, volvió a rechazar a Finnegan y cruzó la casa a los tumbos hacia su recámara primero, y luego escaleras arriba, para volver a encerrarse en su estudio.
Los otros dos apenas probaron bocado, los estómagos cerrados de preocupación y sus miradas regresando cada pocos minutos al cielo raso que los separaba de Stu. Hasta que Finnegan no soportó más y subió.
Lo encontró derrumbado en el sofá contra la pared opuesta al ventanal. La tela limpia en el caballete estaba rasgada en tres, todos los elementos de pintura en el suelo. Stu había echado la cabeza hacia atrás sobre el respaldo del sofá, los ojos cerrados con fuerza y los nudillos blancos en torno al cuello de la botella. Finnegan vio las lágrimas que seguían rodando, ahora hacia sus sienes para perderse en el cabello revuelto de tristeza y sal.
—Se fue —lo oyó balbucear, y lo sorprendió darse cuenta de que le hablaba a él—. Se fue, Ray. Dijo que siempre estaría conmigo, para bien y para mal. ¡Lo juró, maldita sea! —Stu se apretó el nacimiento de la nariz, aguantando un gemido—. Y ella también se fue. —Su mano se agitó hacia la computadora—. Me llamó amigo, pero ella tampoco está. Llévate esa mierda, Ray. —Se dobló hacia adelante con la cara contraída, las lágrimas cayendo incontenibles—. ¡Ya no me queda nadie! —sollozó con voz ronca.
Finnegan se mordió la lengua y se limitó a palmearle la cabeza, sabiendo que tenía que dejarlo desahogarse a su forma y en sus tiempos. Tomó la computadora porque al fin y al cabo era su excusa oficial para estar allí arriba: la precisaba para subir las fotos que tomara el día anterior al Facebook de Stu.
Encontró a Norton al pie de la escalera, manos en las caderas. Enfrentó su mirada interrogante y meneó la cabeza. Norton soltó una mezcla de suspiro y bufido, dio media vuelta y regresó a la cocina. Finnegan fue a sentarse en la sala, atento a cualquier sonido que llegara de la planta alta, y conectó su teléfono a la computadora.
Estaba subiendo las fotos cuando un susurro lo hizo incorporarse de un salto.
—¿Stu?
Miró en todas direcciones, buscando al fantasma de mujer que acababa de pronunciar el nombre de su amigo, y fijó los ojos desorbitados en la computadora cuando el llamado quedo se repitió. Sólo entonces reparó en que Skype seguía abierto y conectado. Se inclinó hacia la pantalla, vacilante.