Norton ya no podía demorarse más en Oahu y se marchó esa misma tarde, luego de hacer jurar a Finnegan por todos los evangelios que lo llamaría si era necesario.
Cuando regresaron del aeropuerto, Finnegan le tendió una cerveza a Stu.
—Al fin solos —dijo con un guiño cómplice.
Stu asintió y se sentó a la mesa de la cocina con un suspiro. La computadora estaba allí, cerrada, pero ni siquiera la miró. Cecilia no estaba conectada: intentaba recuperar las horas de sueño que él le había robado.
Esa mañana, mientras Norton preparaba su propio desayuno de despedida de la isla, Stu había traído la computadora del estudio. Y había descubierto el breve mensaje privado que ella le había enviado: “¡Lo hiciste, maldita sea! ¡Me llevaste contigo al mar!”
También le había dejado el enlace de un video. True Light, la canción de Ray que a ella le gustaba tanto. En algún momento de los últimos diez días, le había explicado que, para ella, esa canción sintetizaba la voluntad de sobreponerse a la adversidad y aceptar la ayuda de quienes nos aman para salir adelante.
Conocedor íntimo de lo que inspirara a Ray, Stu había sonreído para sus adentros. Porque ella estaba en lo cierto. De eso hablaba True Light, aunque Ray hubiera tratado de disfrazarlo de metáforas.
Esa mañana, ella acompañó el video con pocas palabras para su verborragia habitual: “No estás solo. Tienes cuanto respaldo precisas al alcance de tu mano. Y al otro lado del mundo también.”
Ahora que Norton se había ido, Stu se demoró con la vista perdida en las burbujas de su Corona. Finnegan permaneció en silencio, observándolo. Stu alzó la vista para enfrentarlo ceñudo.
—¿Qué carajos pasó anoche, Ray? —preguntó en un susurro tenso—. No logro recordarlo. Pero sé que ocurrió algo poco habitual.
—Es cierto —respondió Finnegan con cautela—. Aún intento terminar de comprenderlo, y no estoy seguro de que quieras que te lo cuente, Stu. No sé si podrás manejarlo en el estado en que estás.
Stu asintió y fumaron en silencio hasta que él chasqueó la lengua, impaciente.
—Vamos, pendejo, habla ya. Sea lo que sea, puedo escucharlo.
—¿Y si resulta que no puedes?
—Entonces te tocará a ti juntar los platos rotos. Otra vez.
Finnegan rió por lo bajo, dándose por vencido. Repasó brevemente la jornada anterior, para ver qué y cuánto recordaba Stu. Su memoria había registrado todo hasta que volviera a encerrarse en su estudio, a beber y a llorar por Jen. Entonces el guitarrista le refirió lo que ocurriera luego, hasta donde él sabía y comprendía.
Stu asentía lentamente. Cuando Finnegan concluyó, él permaneció un momento más en silencio.
—¿Me oyó en sueños? —repitió entonces, incrédulo.
El guitarrista se encogió de hombros. —Así parece. Qué decirte, Stu, es lo más extraño que haya visto jamás. Te imagino llamándola por Skype, hablándole a la computadora porque ella no te atendía, y ella despertando al sonido de tu voz en el otro extremo del planeta. Dime si no es escalofriante.
Stu mantuvo la vista baja. Acercó la computadora de un tirón y la situó frente a su amigo.
—Ábrela —dijo.
Finnegan lo hizo sin el menor entusiasmo.
—Creo que te conté que le gusta el mar.
Finnegan asintió. Si no se lo había contado, él mismo la había escuchado decirlo la tarde anterior, escondido con Norton tras la puerta del estudio.
—Ayer acordamos que hoy correría la última ola antes del cambio de marea, y que la llevaría conmigo. Metafóricamente. —Stu hizo un gesto vago con la mano—. Estaba un poco deprimida y comentó que un rato de mar le devolvería los ánimos.
—Ya veo.
—Así que lo hice. Me desperté justo a tiempo y alcancé varias olas antes del cambio de marea. Y cuando me tomé un descanso… —Se encogió de hombros—. No sé por qué lo hice, ¿sabes? Yo… salpiqué agua hacia el sur. —Meneó la cabeza—. Fue tan extraño, Ray. Por un momento sentí esta tibieza… —Se llevó una mano al pecho, reviviendo lo que experimentara—. Y fue como si no estuviera solo en el agua. Como si al voltear fuera a verla a ella allí, conmigo, o estuviera por escuchar su voz. —Su mano dejó su pecho para señalar la computadora—. Ahora fíjate lo que me escribió.
Finnegan se quedó de una pieza al leer el mensaje, su cara un claro reflejo de la multitud de interrogantes que se agolpaban en su cabeza, para los cuales no estaba seguro de querer encontrar respuestas.
Apenas terminaba de leer cuando se abrió la ventana del chat.
“¿Estás ahí?”
El guitarrista empujó la computadora hacia su amigo como si fuera una serpiente de cascabel.
Stu leyó la pregunta con los brazos cruzados sobre la mesa, sin el menor deseo de contestar. Hasta que respiró hondo y tipeó un simple: “Sí.”