—Sal, pendejo —gruñó Finnegan, empujándolo hacia el deck, y le señaló la hamaca en el extremo del deck.
Stu obedeció aturdido. Su amigo regresó al silloncito de mimbre junto a la mesa y recuperó la guitarra. Se la acomodó sobre sus piernas, el cigarrillo entre los labios, y dijo.
—¿Dónde estábamos? ¿El puente?
—Aún no terminamos la introducción.
Stu se sobresaltó al escuchar la voz de Cecilia, y descubrió la computadora abierta sobre la mesa, la pantalla orientada hacia la playa.
—¿Qué carajos? —gruñó, inclinándose hacia adelante en la hamaca, aun a riesgo de acabar de cara al suelo.
—¿Stewart, eres tú? ¡Ray! No me dijiste que se nos había sumado.
—Porque todavía no es más que una montaña de mierda. Vamos, comienza con el teclado, a ver si te gusta este punteo.
—Recuerda que se supone que yo lo toque.
—Es un arpegio sencillo, no tendrás inconveniente en aprenderlo.
—Por lo que te escuché tocar, tendré que dislocarme los dedos. ¡Tocas muy bien!
—Ya, ya, comencemos.
Por fin Stu logró comprender la situación: Finnegan y Cecilia tocaban juntos en el deck de su casa. El guitarrista había abierto el video de la llamada, y mantener la cámara apuntando hacia la playa cumplía la doble función de compartir la vista con ella y evitar que les viera las caras. Había extendido el toldo de lona para proteger el deck del sol, y la brisa mantenía el calor a raya.
Él se hundió entre los cojines y se cubrió los ojos con un brazo. Parecían estar improvisando algo. Cecilia desgranaba notas con sonido a campanillas en teclado, y Finnegan repetía la serie de arpegios más larga y lenta que Stu le escuchara en años, porque no era algo que encajara con el estilo de Slot Coin. Pero sí con el de ella, al parecer.
Ni siquiera se dio cuenta de que se distendía en la hamaca y apartaba el brazo de su rostro para disfrutar mejor la brisa. Tardó sólo un cuarto de hora en estar en condiciones de pararse e ir por sus lentes oscuros. Abrió el refrigerador para procurarse un six-pack, reparó en el fuego lento que le quemaba el esófago y optó por un cartón de jugo con pulpa. En el camino de regreso al deck se detuvo a tomar sus cigarrillos. Vio una de sus armónicas en la repisa y la tomó también.
Finnegan fingía no prestarle atención, pero advirtió con alivio y satisfacción que Stu volvía a reclinare en la hamaca, y que ya no parecía un títere con los hilos cortados.
Stu se puso los lentes de sol y se echó hacia atrás el cabello, que ya casi le arañaba los hombros. Tornó a mirar el mar y la playa mientras los otros dos seguían tocando.
Cecilia había cambiado teclado por guitarra, y rasgueaba una base rítmica para que Ray improvisara punteos.
—Me temo que tocas demasiado bien para mi canción —comentó desalentada cuando hicieron una pausa.
Finnegan la trataba con esa sencillez amistosa que le era característica. —No digas tonterías. Ahora tienes que encontrarle letra y terminar de arreglarla con tu banda.
—Ya tiene letra, pero esta canción nunca irá a ningún lado. Es una tonada demasiado feliz y femenina para tocar con los chicos.
—¿Qué? Bien, si ellos no la quieren, envíame una maqueta y yo te grabaré la primera guitarra.
—¿Harías eso por mí? ¡Oh, Ray! ¡Es demasiado! —Cecilia sonaba a punto de aplaudir de puro entusiasmo.
—Oh, cállate. Aguarda, ¿dijiste que tiene letra? ¿Y por qué demonios no la estabas cantando?
—Porque hoy atendí más de ciento veinte llamadas y mi garganta está en ruinas.
—¿De qué trabajas?
—Operadora de call center.
—Significa que el número que mencionaste…
—Exacto, no es figurativo sino literal. Hoy atendí ciento veintisiete llamadas en cinco horas.
—Mierda. Mi más sentido pésame.
Escucharlos reír juntos hizo sonreír a Stu. Todavía sentía la cabeza embotada, pero eso no le había impedido seguir distendiéndose. Al fin y al cabo, en una semana volvería a ver a sus hijas y pasaría tres días con ellas.
Y volvería a ver a Jen.
Algo en su interior se negó a seguir retorciéndose al evocar la frialdad con que Jen lo tratara durante su breve llamada. Sin consultar con su corazón roto, ese algo volvió a atender a lo que hacían los otros dos. Justo a tiempo para ver la sonrisita triunfal de Finnegan: había ganado por cansancio según su costumbre, y había insistido hasta que Cecilia se dio por vencida y aceptó cantar con la poca voz que decía que le quedaba.
Stu se arrellanó aún más entre los cojines, dando cuenta de lo que le quedaba de jugo. El ardor en sus entrañas recedía, la brisa aclaraba sus ideas y Finnegan contaba para largar con una balada dulce y cálida.
—Mantén la nota —indicó Cecilia dejando de cantar, mientras volvía a cambiar teclado por guitarra.