¿Cuál es la medida del amor?
¿Cuál es la medida del deseo?
¿Cuál es la medida del orgullo?
Otro viernes espantoso.
Martín me escribió un email de reclamos inesperados, acusándome otra vez de haber sido yo quien había terminado todo entre nosotros en su momento, y que después, además, lo había apartado completamente de mi vida.
Hasta entonces yo me había resistido a responderle de la forma agresiva y orgullosa que sus palabras me provocaban, o de hacerle un pequeño resumen de todos sus desplantes. Tal vez porque no quería dejar tan en evidencia cuánto recordaba todo lo que él hiciera, y sobre todo lo que no hiciera. Creía que era parte de mi aprendizaje en toda esta situación: no caer en ataques gratuitos, aprender que no era necesario herir para tener razón, y que el orgullo no conduce a nada.
Pero su email me pudo. Así como hasta entonces siempre me midiera, ahora saqué lo peor, agravado por los meses de silencio forzado e indiferencia fingida.
Le escribí un email larguísimo y horrible, recordándole cada uno de sus desplantes y terminando cada párrafo con una frase hiriente o al menos sarcástica. Perdida en ese aluvión de violencia verbal, dejé caer la confesión de que lo quería. Como si cambiara algo.
Y le aclaré que era la última vez que le respondía por escrito. De ahora en más, cualquier mensaje suyo sería borrado sin leerlo, y que lo hacía para darle la oportunidad de demostrarme que estaba equivocada, y que era capaz de comportarse como un adulto y dar la cara.
Quedé eufórica. La adrenalina de haber liberado al fin todo lo que tenía adentro, de sentirme con derecho a haberlo hecho y saber que sólo había dicho la verdad, fue una inyección inesperada de energía.
Como siempre, lo peor es el bajón. Cuando se me pasó la euforia justiciera terminé tirada en la cama, llorando a moco tendido, sintiendo un peso que me aplastaba el pecho y me impedía respirar bien.
Ése fue el día de la sudestada. La tormenta llegó del río como si hubiera hecho mal la combinación de subte para ir al Caribe, con ráfagas huracanadas que rompieron todos los récords y voltearon árboles y postes al por mayor por toda la ciudad.
Por supuesto que se cortó la luz, y al incordio de estar a oscuras se sumó que internet también estaba caída, así que tenía vedada la opción de escape a Hawai. Hasta ahora vos me venías atajando cada vez que los desplantes de Martín me golpeaban más que de costumbre. Pero ahora estaba sola para enfrentar las acusaciones tan injustas como inesperadas, mi propia respuesta, mi angustia y lo peor de todo: su silencio.
Martín respondería una hora después de que se cortó la luz. Por escrito, qué sorpresa, tal como yo le dijera que no hiciera si quería que yo registrara su mensaje. No vería su email hasta varios días más tarde, cuando volví a tener internet. El título era “tenés razón” y el único texto era mi propio email. Pero para ese momento yo ya tenía otras preocupaciones en mente.
Esa noche, mientras Nahuel y yo cocinábamos a la luz de las velas, repasé lo que le había escrito. Comprendí que haberle mandado algo así no tenía sentido. Todo lo que decía era verdad, pero eran demasiadas verdades desagradables juntas, envueltas para regalo en lo peor de mi sarcasmo, y la misma extensión del mensaje ayudaba a que perdieran peso.
Alguna vez yo había recibido un email así, en una de mis peleas a distancia con mi hermana, y sé el efecto que causan. Uno se va enojando a medida que lee, y la indignación ante la agresión de la que se es objeto hace que el contenido en sí pase desapercibido. De todas formas, me ayudó a tranquilizarme. Supe que había dicho la verdad y supe que era inútil.
Martín se enojaría conmigo a morir, volvería la cara con un “¡Hum!” ofendido y terminaría de borrarme de su vida, convencido de que yo estaba enamorada de él y todo lo que decía era puro despecho, nada real.
Antes de irme a dormir, decidí que valía la pena gastar un poco de batería que ignoraba cuándo podría recargar y abrí las fotos que me mandara Ray meses atrás. El atardecer en la playa, vos y tu amigo Flynn sentados en sus tablas más allá de la rompiente, siluetas negras en un mar dorado. Sonreí de costado, rozando la imagen con la punta de los dedos. Y como reflejo automático, sentí ese calorcito en el pecho que me reconfortaba.
Sí, Stewart, sí, amigo, soy una tonta, qué hacerle. Parece increíble cómo me las ingenio siempre para apartar a los hombres que quiero. Menos mal que desde hace unos meses te tengo a vos para consolarme. Y menos mal que estás lejos, a salvo de mí. Porque junto con mi hijo, sos la última persona a la que querría lastimar.
Al día siguiente fue el peor ensayo desde que armáramos la banda. Jero, Beto y yo estábamos absolutamente desmotivados. Nuestras canciones estaban compuestas y arregladas para dos guitarras, y con mis dedos de madera no había forma de cubrir o eliminar la parte de Martín, menos sin teclados. A la hora colgué la guitarra y me fui a fumar al área común de la sala de ensayos en Flores, masticando mi bronca.
El silencio y la ausencia de Martín pesaban en un sentido diferente ese día: volvía a convertirse en una cuestión de orgullo. Quería encontrar un guitarrista para reemplazarlo cuanto antes. Quería que siguiéramos adelante, que su alejamiento no significara más que un contratiempo momentáneo.