Al Otro Lado - Aol 1

23. En la Cuerda Floja

Fue Finnegan el que se mantuvo atento a ver cuándo se conectaba C.

Stu estaba hundido en la hamaca del deck, borracho, tocando la guitarra y llorando. Lo cual era una mejora notable.

El día anterior había destrozado todo lo que no estuviera pegado a las paredes de su estudio. Había arrojado sus pinturas contra el ventanal hasta romperlo y luego había seguido arrojando objetos a la playa a través de los cristales rotos. Finnegan había subido justo a tiempo para saltarle encima cuando Stu intentaba seguir la trayectoria de los objetos que arrojara.

Y ese mismo día, sólo unas horas atrás, sus nudillos ensangrentados había dejado su huella en toda superficie vertical del dormitorio que había compartido con Jen.

De modo que apenas Stu se derrumbó en la hamaca, Finnegan se apostó en el ventanal abierto, un pie en el deck y otro en la sala, un ojo en su amigo y otro en la computadora.

Apenas entró la llamada de C, el guitarrista la aceptó sin video.

—¡Por fin! ¡Creí que no llamarías!

—¿Ray? ¿Qué ocurre?

—Es Jen. Se puso en pareja con otro hombre y ayer Stu vio fotos de los dos juntos. Está destrozado, amiga. Créeme que no sé cómo lo sacaremos de ésta.

Mientras hablaba, el guitarrista cayó en la cuenta de lo que estaba diciendo. Parecía mentira cómo en unos pocos meses esta desconocida se había transformado en el plural natural para referirse a quienes luchaban con él por sacar a flote a Stu. Ni siquiera había pensado en llamar a Norton.

Él cuidaba de que Stu no se hiciera demasiado daño a sí mismo. C se encargaba de lo que era tal vez la parte más ardua: escucharlo, responderle, obligarlo a usar su cerebro.

—¿Qué me aconsejas? —preguntó ella sin vacilar.

—No lo sé, C. Ya lo intenté todo: ser comprensivo, tolerante, indiferente, hostil. Y aun así… Se está desmoronando, C. Se está hundiendo peor que nunca.

La oyó suspirar. C se tomó un momento para juntar fuerzas, ideas, o ambas. —Bien, llévame con él y deséame suerte. Pero quédate cerca, por las dudas.

—Entendido. —Finnegan llevó la computadora a la mesa del deck y la acercó a la hamaca—. Stu está aquí —dijo, y retrocedió a la sala.

Estuvo tentado de quedarse allí junto al ventanal, en el sofá, pero prefirió darle a C oportunidad de probar sus propios métodos y fue a reunirse con Ashley en la cocina. Su esposa se había quedado en la isla después que Elizabeth y Melody Star regresaran a San Francisco, y lo recibió con una cerveza y un cigarrillo, su cara un reflejo claro de lo que ambos sentían. Necesitaban diez minutos de calma, todavía luchando por digerir ese momento horrible en el estudio el día anterior.

C respiró hondo frente a la pantalla en negro, preguntándose qué hacer, qué decir.

—¿Estás ahí? —preguntó, tentativa. La única respuesta que obtuvo fueron unos acordes disonantes de guitarra—. Stu…

Él soltó el instrumento al escuchar su nombre, su cerebro embotado tratando de recrear esas mismas letras pronunciadas por otra voz, una sonrisa luminosa, unos ojos rebosantes de amor en esa misma playa, tan hermosa en su vestido de novia, tan feliz.

—Stu, háblame por favor. Sé que estás allí y que puedes escucharme. Así que por favor, amigo mío, respóndeme, no me hagas a un lado.

Stu volteó a mirar la computadora, dándose cuenta de que estaba allí. La situación lo alcanzó por un instante y tentó un manotazo hacia la mesa. Logró atrapar una pata y la acercó más de un tirón.

—Por favor, Stewart. Estoy aquí, háblame. Di algo, lo que sea, no importa, sólo háblame.

—¡Que te den por el culo! —masculló Stu, arrastrando la voz enronquecida—. No puedes ayudarme. Nadie puede. Ninguno de ustedes, malditos pendejos. No saben una mierda.

—Eso es un principio, ¿ves? Es cierto, no sé una mierda. Por suerte, nunca me enamoré a este extremo de locura.

—¿Ves, pendeja? ¡Nunca te has enamorado! Así que no sabes lo que estoy sintiendo.

—¿Quieres explicármelo? —preguntó C con toda la paciencia del mundo.

—¿Para qué? Ella me dejó. ¡Se fue! ¡Y ya encontró otro hombre!

La voz de Stu se perdió en un gemido ronco. Era incapaz de pronunciar esas palabras. Cada una era un cuchillo abriéndolo, destripándolo. Era el peor dolor que experimentara jamás. Nada podía compararse con esto. Nada, nada…

Se dobló sobre sí mismo, tratando de dejar de sentir esa agonía lacerante, las lágrimas quemándole los ojos, otro gemido quemando su garganta. Pero nada servía para aliviar el dolor desgarrador que le oprimía el pecho y le quitaba el aire. Se derrumbó sobre la mesa con los brazos cruzados, la cara oculta en ellos, llorando desconsoladamente. Y fue a caer sobre el teclado de la computadora.

Activó el video sin darse cuenta, y de pronto C se halló frente a la parte superior de su cabeza gacha, el cabello revuelto y los hombros que se agitaban mientras él sollozaba.




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