—¿Estás segura que estás bien?
—Sí, créeme.
—C.
—¿Ray?
—Yo estaba allí, ¿recuerdas? Escuché lo que pasó.
—Entonces confía en mí: estoy bien. Sólo le dije a Stu lo que tendría que haberle dicho a mi madre hace casi treinta años. Y me hizo bien. Se me ocurrió que lo único que podía hacerlo reaccionar era implicar a las niñas, y que podía hablarle desde ellas, eso es todo.
Finnegan sonrió de costado, meneando la cabeza. Vaya si lo había hecho reaccionar. Stu llevaba tres días sobrio, bebiendo pero nunca en exceso.
—¿Recuerda lo que le dije? —preguntó C de pronto.
—No mucho. Recuerda que discutió contigo, y que tú estabas furiosa. —Rió por lo bajo—. Lo recuerda porque sólo entonces descubrió que eras capaz de enfadarte con él. Pero nada más.
—Bien, entonces quiero tu palabra de que nunca le contarás lo que escuchaste.
—¿Qué?
—Por favor, Ray.
—Pero… ¿Por qué? Pulsaste la única cuerda que podía sacudirlo, ¿por qué ocultarlo?
—Porque yo te lo pido. Lo que le dije es algo muy personal, así que prefiero que lo olvide.
—Yo…
—Vamos, pendejo, di que sí.
El guitarrista asintió riendo. —De acuerdo, tienes mi palabra.
—Gracias. —C sonaba en verdad aliviada.
Entonces Finnegan vio a Stu volver del mar, tabla bajo el brazo, sacudiendo la cabeza mojada. —Ahí viene. ¿Quieres saludarlo?
Ella demoró en responder, como si vacilara. —No, Nahuel está por llegar. Prefiero tratar de llamarlo más tarde.
—Okay, le avisaré.
—No es necesario.
—Y dices que estás bien —rezongó Finnegan.
—Y es verdad. Sólo que a veces se hace difícil… Me refiero a la distancia. Preocuparte por alguien que está tan lejos, no poder estar a su lado cuando las cosas se ponen difíciles. Mi madre no fue la única persona que vi ahogarse en un vaso, ¿sabes? Y nunca es fácil… Hablo de la impotencia. Como sea, avísame si sucediera algo, Ray.
—Okay.
El tono de C había recuperado su tono alegre y enérgico. —Hablamos, pendejo.
—Hablamos, pendeja —respondió él con acento afectuoso.