Al Otro Lado - Aol 1

28. Si Pudieras

Feriado en Argentina. No me tocaba trabajarlo, así que la noche anterior cenamos “juntos” en el deck de tu casa. Ray había vuelto con Ashley a San Francisco por una semana, y no queríamos que estuvieras del todo solo.

Aunque al fin parecías haber reaccionado. Desde esa tarde horrible después de enterarte que tu ex se había puesto en pareja, no habías vuelto a emborracharte. No habías dejado de tomar, pero te controlabas y te mantenías sobrio. Y era increíble lo sereno que te escuchaba, que te percibía.

Esa noche me tenías en tu computadora sobre la mesa del deck. Bajo mi ventana se iba imponiendo esa calma rara de las tres de la mañana, el único momento del día en que no había tránsito, y yo tomaba mate y dibujaba, la luna saliendo sobre el mar de Hawai en mi pantalla. A la derecha veía tu copa, tu botella de vino, cigarrillos, encendedor, cenicero. Y tu brazo apoyado en la mesa. Un brazo que no tenía ningún defecto congénito, ni marcas, ni cicatrices. Un brazo con un bronceado saludable, de líneas suaves y músculos marcados lo justo y necesario para que yo suspirara y apartara la visa hacia el mar, que se doraba bajo la luna más allá de las velas que pusieras en torno a la computadora. Oh, sí, era una cena con velas. No cualquiera.

—¿Sabes? A veces me pregunto cómo será —comenté pensativa—. Pero no logro ni empezar a imaginarlo.

—¿Imaginarte qué?

Busqué un video y lo reproduje.

—¿Qué es eso? —preguntaste distraído.

—Una de mis últimas favoritas de Slot Coin. Ésta…

—Oh, bien, noche de baboseada.

—Cállate, pendejo, y escucha ese verso. Enfrenta en el espejo el peso de sus decisiones. ¡Mierda! ¿Cómo hace? ¡Nueve palabras! En nueve malditas palabras el tipo te pinta toda la situación. Me vuela la cabeza.

Suspiraste resignado y te serviste más vino. —¿Y qué era lo que te preguntabas?

—Cómo será, saber que eres la banda de sonido de millones de vidas.

—¿Qué?

—Oh, estamos un poco lentos esta noche.

—No, tú estás demasiado vaga. ¿A qué te refieres?

—Este Masterson, capaz de escribir algo tan perfecto. —Tu gruñido me hizo reír—. Vamos, sabes que te quiero. Pero esta noche tendrás que tolerar que diga cosas bonitas de otro hombre.

Reíste conmigo, con tu risa suave y cálida, más bien breve. Me gustaba escucharte reír. Era mucho mejor que escucharte llorar o maldecir. Y esta risa en especial me gustaba más.

—De acuerdo, ¿decías?

—Sí, decía. Cómo será tener dentro lo que lo hace escribir poesía tan hermosa, tan profunda, el talento de retratar emociones y estados de ánimo con palabras tan (lo siento, no logro hallar otro adjetivo) perfectas, y hacerlas encajar en las melodías de Johnson en una manera tan (lo siento) perfecta. Ser tan inteligente, y sensible, y talentoso… ¡Y tan fuerte! Lo bastante fuerte para cargar sobre sus hombros con el peso de que sus canciones se transformen en la banda de sonido de millones de vidas tan ajenas a él.

—¿Por qué sería un peso para él? ¿No es bueno, tener algo para decir y tanta gente con quien compartirlo?

Prendí un cigarrillo pensativa. El sonido de mi encendedor activó tu adicción a la nicotina y vos también prendiste uno. Nos pasaba todo el tiempo. Fumábamos horrores mientras conversábamos.

—¿Compartirlo? —repetí, indecisa—. No creo que Masterson comparta nada con sus seguidores.

—¿No?

—No lo sé. Seamos sinceros, ¿cómo podría? Masterson no comparte: él da. ¿Y qué recibe a cambio? Sí, admiración, alabanzas, pero eso no es compartir. Lo que tú y yo hacemos es compartir, Stewart. Uno habla, el otro escucha y responde. Va y viene, como un partido de tenis. Entre iguales. Pero Masterson… Sé que debe ser la única forma de mantenerse medianamente cuerdo y siendo él mismo, pero no creo que comparta nada. Lo da todo en el escenario, un maldito tsunami de talento y emoción. Y luego da un paso atrás y se encierra en su torre, a dejar que la ola se aquiete y baje. —Suspiré—. Es tan extraordinario en tantos sentidos, pero a veces es demasiado inalcanzable para mi gusto.

Hice otra pausa, cada vez más pensativa. Me sorprendió que no hicieras ningún comentario, pero sabía que prestabas atención, o me hubieras interrumpido para cambiar de tema.

—Yo estaba allí, Stewart. En dos ocasiones. En el concierto estaba casi a sus pies, y sentí ese tsunami que te decía, y hasta pude ver cómo le brillaban los ojos de emoción ante nuestra respuesta. Pero no podía ofrecerle nada tangible a cambio. Y dos días más tarde lo tenía a sólo un metro, y lo vi interactuar con esos chicos y chicas, tomándose fotos con ellos, firmándoles lo que pedían. Y era tan… ¡pequeño!

—¿Pequeño? —preguntaste, desconcertado—. ¿A qué te refieres?

—Es extrañísimo, y tal vez se deba a su forma de vestir, pero me daba la impresión de que yo era más alta que él. No es así, por supuesto que es más alto que yo, aunque no mucho, pero a veces necesito volver a mirar mi foto con él para asegurarme. No importa. La cuestión es que ahí estaba Masterson, con toda su gentileza y su calidez, y una forma atenta y comprensiva de tratarnos, y esa voz profunda y serena, pero… No estaba allí, ¿sabes? Quiero decir que sé que me rodeó los hombros con su brazo porque así estamos en las fotos, pero no sentí que me tocara. Y dice mi foto que yo le rodeé la cintura con mi propio brazo, pero no me di cuenta hasta que la vi. Me habló para preguntarme cuál era mi teléfono, para sonreír adonde correspondía, pero no recuerdo haberlo escuchado. Y así como así, se había marchado. —Reí por lo bajo—. Sé que suena a locura. No lo sé, tal vez se ha convertido en algo que es demasiado para un hombre de carne y hueso. O sea, no es más que un tipo tranquilo, simpático, ¿cómo podría ir por ahí cargando con el peso de lo que significa para tantas personas hace tantos años?




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