Pocas cosas le habían resultado más difíciles en toda su vida que volver a entrar en su casa de San Francisco. Desierta, en sombras, el polvo de semanas aposentado sobre los muebles que Jen no se había llevado.
Y el silencio.
Soltó en el recibidor vacío el único bolso que bajara de la camioneta, un sonido apagado que, sin embargo, despertó eco. Miró alrededor con una inspiración tentativa. Dio un par de pasos. Se obligó a dar varios más. Recorrió la casa sin prisa, deteniéndose aquí o allá ante una foto enmarcada que quedara torcida en la pared, un libro de cuentos de Melody caído en un rincón de lo que fuera el dormitorio de las niñas, una pulsera de Liz.
Hasta que llegó a lo que había sido su propia recámara. Se detuvo con un nudo en la garganta y un hueco en el estómago ante el ropero vacío, las puertas medio abiertas. Se asomó con miedo a lo que pudiera hallar. Advirtió que el tercer cajón no estaba del todo cerrado y adelantó una mano insegura para abrirlo. Cerró los ojos sintiendo el trazo ardiente de una lágrima que jamás hubiera podido contener.
En medio del cajón lo esperaba el estuche forrado en terciopelo, la tapa levantada, mostrando las dos sortijas, la de compromiso y la de matrimonio. Varios de sus propios cuadernos atados con una cinta: los que contenían las canciones y poemas que le escribiera a Jen durante los últimos diez años. Un pañuelo de seda blanca con los letras bordadas en oro: JM. Jennifer Masterson.
Había otras cosas en el cajón, pero no alcanzó a verlas. Retrocedió hasta el corredor y se las ingenió para bajar la escalera sin caer. De regreso en el recibidor, manoteó su bolso y salió a los tumbos. Se apoyó contra la puerta cerrada con los párpado apretados, sintiendo que nunca iba a poder volver a respirar, porque el peso que le oprimía el pecho nunca iba a desaparecer.
Sintió que su teléfono vibraba en su bolsillo y lo sacó sin haberse animado a abrir los ojos de nuevo.
—¿Dónde mierda estás, pendejo? Hace una hora que recorro el aeropuerto y no logro dar contigo!
—Yo… No puedo, Ray —musitó agitado—. Esto es demasiado…
—¿Qué? ¿Fuiste a tu casa? Bien, aguárdame allí, llego en veinte.
Stu adivinó que su amigo corría hacia el estacionamiento del aeropuerto. —No, Ray, no puedo. Si me quedo un minuto más, estar aquí me matará. Iré al hotel. Te veré luego en lo de Harry.
Cortó y se apartó vacilante de la pared.
Su teléfono volvió a sonar pero lo ignoró. Cruzó el jardín hasta su camioneta y se desplomó en el asiento tras el volante. Pero el dolor opresivo que parecía a punto de colapsar sus pulmones no menguó. Prendió un cigarrillo y apoyó ambas manos en el volante. Temblaban demasiado para tratar de encender el motor. Se inclinó hacia adelante sintiendo el llanto que le quemaba la garganta y los ojos, apoyó la frente en el volante con un gemido ahogado. La noche ya había caído cuando fue capaz de arrancar la camioneta y tomar el camino hacia el centro de la ciudad.
No lo sorprendió que lo estuvieran esperando en el hotel. Sólo lo sorprendió un poco que fuera Flynn, no Ray. Mejor, no tendría que responder ninguna pregunta ni soportar comentarios compasivos. Y reparó que eso era lo que Ray hacía antes, pero había cambiado durante las últimas semanas en Hawai. Así que se limitó a desear que Flynn se comportara como lo había estado haciendo Ray.
—¿No quieres quedarte en casa? —Una de las preguntas que no quería escuchar.
—No, Flynn, está bien —aseguró con voz débil—. Llama a los demás para reunirnos mañana con Sophie. Tenemos que terminar de decidir las fechas de la gira.
Sentía un cansancio de muerte drenando lo último que le quedaba de energía. Sólo quería que Flynn se marchara, derrumbarse en esa cama fría en esa habitación impersonal, sin memoria, y dormir.
Norton ocultó su sorpresa. Finnegan le había dicho que Stu se proponía reactivar la gira europea, que quedara con los preparativos por la mitad cuando Jen lo dejara, pero el baterista no le había creído. Lo observó un momento y asintió, las llaves del auto tintineando en su mano. Buscó una excusa para no dejarlo solo tan pronto, mas no halló ninguna.
—Muy bien. Te llamaré para avisarte a qué hora nos reuniremos.
—Gracias, Flynn. —Su voz era un murmullo apenas audible. Le costaba mantener abiertos los ojos, todavía congestionados por el llanto.
Norton no tuvo más alternativa que marcharse.
Stu forcejeó agotado hasta que logró sacarse la chaqueta y la dejó caer sobre la alfombra junto a la cama. Atinó a dejarse caer de tal forma que su cabeza aterrizó en una almohada. Volvió a cerrar los ojos con fuerza tendiéndose de lado, incapaz de reprimir las lágrimas que volvían a presionar sus párpados.
Sin pensar demasiado lo que hacía, tanteó hasta dar con el bolso junto a sus rodillas, y rebuscó dentro hasta sacar la computadora. La abrió sobre la otra almohada, frente a su cara, y se quedó mirando sin ver la pantalla mientras se cargaban los programas. Sacó los cigarrillos del bolsillo de su camisa y tomó el cenicero de la mesa de noche para situarlo entre él y la computadora.