Al Otro Lado - Aol 1

30. Fantasmas

Yo conocía esta casa. Sombría, silenciosa, solitaria, huellas de muerte como hojas de diarios viejos, agitadas por un viento ido, crujiendo ecos. La casa en la calle Loria. Una casa que ya no existía: la habían demolido allá por los ’90 para edificar locales comerciales, y ahora era sólo un decorado fantasma para otros fantasmas. Sólo existía en mis sueños, donde ni los años ni la distancia podían nada contra estas paredes obstinadas, que se sostenían en pie a hombros del recuerdo.

Era la casa donde murieran mis padres, y era el escenario recurrente de mis sueños relacionados con miedos, tristeza y soledad.

Respiré hondo en mi sueño al reconocerla. Había llegado a un punto en mi vida en el que la mayoría de las veces que aparecía ahí, me daba cuenta de que estaba soñando, y aunque era incapaz de despertar, al menos podía prepararme para lo que pudiera enfrentar.

Empecé a recorrerla sin apuro ni entusiasmo, resignada a la sensación opresiva que no tardaría en llegar, al fantasma triste de mi madre que no tardaría en aparecer, al fantasma escurridizo de mi padre, a la pena gris y mansa que me perseguiría al despertar.

Pero no había nadie, no ocurría nada. La recorrí entera dos veces, intrigada, preguntándome qué miedo, qué tristeza me había traído aquí esta noche.

Regresé al recibidor, ignorando el polvillo que caía del cielo raso roto en el comedor, con fragmentos de cemento colgando de la malla de alambre. Esos fragmentos que habían caído hacía tanto, en el momento exacto en que yo pasaba debajo, y que no me habían abierto la cabeza porque yo había alcanzado a cruzar la puerta y cerrarla a mis espaldas. Que se desplomara toda la habitación si quería, mientras yo tosía por el polvo de escombros que se colaba bajo la puerta y me alegraba de que la casa hubiera fallado en su nuevo intento por lastimarme, y de estar todavía viva e ilesa. Porque ésa era la medida del odio que nos habíamos profesado, esa casa y yo, en una batalla constante durante los años que tardé en ser mayor de edad, para venderla para demolición y librarme de ella.

Seguí hacia la puerta de calle, ya segura de que ahí no había nadie, aunque siempre atenta. Abrí la puerta de madera pintada de blanco, pesada, hinchada de humedad, y salí al pequeño porche cuadrado, sombreado por un plátano. Me detuve ahí mirando las veredas anchas y desiertas, la calle silenciosa porque mis sueños la vaciaban del tránsito intenso que solía hacerla peligrosa. Bajé el único escalón del porche para sentarme en la tarde invariable, gris, en ese sueño de fantasmas del pasado que se resistía a revelarse.

Y me quedé sin aliento.

Estaba sentado en la vereda a sólo un paso de donde me sentara yo, la espalda contra la pared, las piernas flexionadas. Jeans y camisa leñadora, siempre tan grunge, con su chaqueta de cuero negro. Una botella de vino tinto abierta en una mano y un cigarrillo en la otra. Quieto y silencioso como todo lo demás en este sueño incomprensible.

Stewie Masterson.

Lo observé estupefacta, preguntándome qué hacía mi sueño más feliz del mundo sentado en mi sueño más triste. Permanecí quieta y silenciosa como él, como todo lo demás, mirándolo, con miedo de hacer o decir nada que pudiera ahuyentar esa proximidad tan inesperada como maravillosa.

Hasta que volteó a mirarme y vi el brillo húmedo de sus ojos increíbles, y su ceño fruncido en una mueca de dolor, los labios convertidos en una línea apretada y frágil de contención, medio ocultos entre la barba y el bigote claros.

Su dolor me alcanzó con tanta claridad e intensidad que me podría haber muerto de pena ahí mismo. Me pregunté qué capricho de mi subconsciente había moldeado esa expresión de dolor en su cara tan hermosa, trayéndolo al escenario de mis propias tristezas de juventud. A él, la banda sonora de mi vida adulta.

Sostuve su mirada, preguntándome sobrecogida qué hacer, sin animarme a hablarle ni a moverme. Y mirándolo, olvidé que estaba soñando, arrastrada por la emoción de su presencia y su dolor tan vívido.

Él me observó con extrañeza, como cualquiera enfrentaría a un desconocido que nos descubre al borde del llanto. Sentí que me encogía por dentro cuando alzó apenas la mano con el cigarrillo, que vaciló antes de deslizarse como un soplo por mi mejilla. Sus ojos clarísimos, esos ojos que me quitan el aliento, recorrían mis facciones como si fuera la primera vez en su vida que veía la cara de otro ser humano.

Movió los labios sin emitir sonido, pero de alguna forma supe que pronunciaba su nombre. Fue como si mi pecho se prendiera fuego con esa simple palabra y la súbita comprensión me empujó hacia él.

Mis brazos se tendieron solos y caí de rodillas a tu lado, rodeando tus hombros, estrechando tu cabeza contra mi pecho, mi propia cara hundida en tu pelo, sintiendo una urgencia angustiosa por consolarte.

—Oh, Stu, Stewart. Ven, ven aquí —murmuré, besando tu cabeza.

Y te apoyaste en mí, dejándote abrazar y consolar. Te sentí herido pero tranquilo.

No sabía por qué volvía a verte como Masterson. No sabía por qué no estábamos en tu playa, menos aún por qué en esa casa odiosa. Pero eras vos. Y si no eras vos, era el mismísimo Masterson, porque los dos me provocaban la misma emoción, única e inconfundible.




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