No supo qué lo despertó.
Se agitó saliendo de un sueño imposible de recordar y quiso cambiar de posición para tenderse de espaldas, porque se había dormido de lado, enfrentando la pantalla ahora oscura de la computadora. La voz que sonó junto a su oído estuvo a punto de matarlo del susto.
—No te muevas.
Atinó a obedecer, agradeciendo que su mente reconociera la voz de C.
—No te preocupes —susurró ella—. No puedo ver tu cara. Apenas veo la línea de tu hombro y tu cabeza a contraluz, así que quédate como estás.
—¿Qué hora…? —murmuró, todavía confundido.
—Tarde.
Le pareció que su voz sonaba congestionada pero obedeció, demasiado dormido todavía para preguntar nada. Sólo entonces percibió el hormigueo cálido en su pecho que se desvanecía lentamente. Apartó la mano del teclado para frotarse los ojos, luchando por despertarse, y su movimiento encendió la pantalla, que se apagara horas atrás para ahorrar energía.
Por fortuna hacía varias semanas había cambiado los colores de Skype por un fondo negro, de modo que el brillo de la pantalla no iluminaba sus facciones lo suficiente para revelar su cara. Se quedó muy quieto, dejando que sus ojos comprendieran lo que veían. Y lo primero que descubrió fue la mano de ella, moviéndose en las sombras por debajo de la cámara del teléfono. Comprender que estaba haciendo lo que él mismo hiciera le arrancó un asomo de sonrisa.
—Ahí estás… —dijo C en un soplo. Movió un poco el teléfono y su cara se delineó en las sombras, insinuada más que vista. El cabello le cubría la mitad de la cara, y del único ojo visible caía una lágrima que bajó hasta los labios fruncidos en una sonrisa—. No te atrevas a moverte.
Volvió a descansar la cabeza en la almohada con un suspiro perfectamente audible para él, se tendió de lado con el teléfono en su mano frente a su cara. Su otra mano volvió a tocar la pantalla.
—¿Sabes que estamos exactamente en la misma posición? —preguntó Stu en un susurro.
—Vaya sorpresa —replicó ella, con un acento tan cálido y pleno de ternura que le provocó un escalofrío. La vio menear apenas la cabeza antes de repetir con dulzura, siempre sonriendo—. Ahí estás…
Stu asintió, y tardó un momento en darse cuenta de que ella no vería su gesto. —Sí. Te llamé tarde y te encontré dormida. No quise despertarte.
—Maldito pendejo. Estoy harta de que vuelvas a casa tan tarde. ¿Cuándo dejarás de ir al bar? —Hizo un sonido como si olfateara—. ¿Estás ebrio?
Stu rió por lo bajo. —No, cariño, estoy sobrio. No te enfades, prometo no volver a hacerlo. Y te compensaré por lo de hoy.
—Si te apareces con flores.
—¿Prefieres que te lleve a cenar?
—Eso ya suena mejor.
—Bien, pues.
Fue el turno de C de reír por lo bajo. —Creo que estoy siendo demasiado blanda contigo. —Stu la vio cerrar los ojos sonriendo—. Qué hacerle. Tu hombro es demasiado sexy para seguir regañándote.
La risa de él, aunque cansina, fue sincera al escucharla. Se demoró mirándola. Seguía con los ojos cerrados, su respiración era profunda y regular.
—Tú no puedes verme, pero yo a ti sí, ¿sabes? —susurró luego, y se preguntó si se habría quedado dormida.
La mano de C subió al instante para cubrir la cámara. —No es justo —gruñó.
—Vamos, déjame verte.
Se preguntó por qué se lo pedía. No lo sabía, pero le gustaba verla allí, apoyada en sus almohadas, tan cerca.
—Serás pendejo. Sabes que no sé decirte que no —rezongó C bajando la mano.
Permanecieron varios minutos en silencio. Stu la observaba muy quieto, sin ninguna idea concreta cruzando su cabeza, sintiendo cómo el sueño intentaba ganarlo de nuevo. C abrió los ojos un momento, comprobó que él seguía ahí y volvió a cerrarlos.
—Me voy, nena -dijo él de pronto.
C abrió los ojos de inmediato, fijándolos en el teléfono con el ceño fruncido.
—¿Qué? —preguntó en un hilo de voz.
—Me voy a Europa. Es un viaje que he venido posponiendo desde que Jen me dejó, pero creo que es tiempo de que finalmente lo emprenda. Creo que partiré en dos o tres semanas. —Se lo contó con calma, tratando de ignorar la repentina ansiedad que ella trataba de disimular—. Quedaré por delante de ti en el reloj por dos o tres meses, así que tendremos que cambiar nuestros horarios habituales.
Asintieron los dos al mismo tiempo y Stu lamentó el alivio evidente que su explicación le causara a C. Se preguntó cuánto hacía que ella sentía algo por él, y si se hubiera dado cuenta antes de haberla tenido siempre a la vista como esa noche. Suspiró apenado.
—No… —empezó, su dedo acariciando los puntos de luz que dibujaban su nariz pequeña entre los ojos claros, de nuevo cerrados. Por favor, no me quieras… No me ames, porque acabaré lastimándote. No se lo dijo. —¿Qué tal si dormimos un poco?