—Hola, zorro.
—Hola, pendejo. Creí que nunca te conectarías. Y sabes que detesto que me llames así.
Stu frunció el ceño y se inclinó con cuidado para espiar la pantalla. Era algo que no podía evitar desde la noche que volviera a San Francisco, cuando había descubierto que verla le decía tanto de ella como escucharla.
C estaba sentada en el suelo de lo que parecía ser un pasillo estrecho. La única luz era un haz oblicuo que llegaba de otra habitación, como si hubiera entornado una puerta. No parecía vestir más que una camiseta, hecha un ovillo con las piernas desnudas recogidas contra su pecho, cigarrillo en una mano y botella de cerveza en la otra. La imagen no mostraba más arriba de sus hombros.
—¿Estás bebiendo? —preguntó sorprendido, porque nunca había sabido que ella bebiera sola.
—Sí, y un poco borracha. No tan borracha como hace un rato. Y ciertamente no todo lo borracha que desearía estar.
—¿Qué ocurre? ¿Cómo salió todo con el agente?
—Tengo una copia del contrato. Tal vez pueda traducírtela mañana, si no me mata la resaca. Y si mañana aún te interesa ayudarme con esto, o tan siquiera dirigirme la palabra.
—Suficiente. Dame un momento para buscarme cerveza y cigarrillos para mí también. Y luego nos emborracharemos juntos y hablaremos cuanto haya que hablar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —aceptó C con voz opaca.
Stu cerró el audio y fue hacia el minibar, tomando su teléfono. Sacó un six-pack de Corona, esperando que lo atendieran. Gruño cuando se activó el buzón de voz, aunque comprendió que en realidad era lo mejor. —Hola, Jen. Regreso el 20 de junio y vuelvo a partir la segunda semana de julio, así que querría pasar siete o diez días con las niñas entre esas fechas. Estaré en San Francisco, de modo que no tendrán que faltar a clases. Arréglalo como te quede mejor. Volveré a llamarte unos días antes de llegar, para que me digas cómo haremos. Adiós.
Soltó el teléfono sobre un sillón como si lo quemara, dio un largo trago a la primera cerveza y regresó a la mesa donde tenía la computadora.
—¿Quieres salir al balcón? —preguntó cuando abrió el audio—. Estoy en Roma y la vista es excelente.
—Que le den a Roma. Yo estoy en el pasillo entre mi dormitorio y el baño, y me gusta la vista que tengo desde aquí.
—Okay. Dime, ¿preciso emborracharme para comenzar esta conversación?
—No lo sé. Decídelo tú.
—¿Vas a explicarme qué mierda te tiene a tan mal traer estos últimos días? Porque de pronto te has puesto brusca y huraña, pero te niegas a explicarme por qué.
—Oh, ésa soy yo, amigo mío. Nada serio. Sólo yo haciendo lo que hago mejor: cagarla.
Stu halló la forma exacta de sentarse para ver la pantalla sin que la cámara lo mostrara. Oyó el suspiro de C, la vio apagar el cigarrillo en el cenicero entre sus pies y el teléfono. Ella levantó la botella y volvió a dejarla en el suelo de madera. Stu se pasó una mano por el cabello todavía húmedo después de su precipitada ducha, haciendo acopio de… de todo lo que presentía que iba a necesitar: paciencia, cariño, comprensión. Y si se atrevía, honestidad.
—¿Sigues allí? —la oyó preguntar. Su acento brusco no había variado.
—Claro que sí. ¿Por qué hablas en susurros? Nahuel no está, ¿verdad?
—No, pero… Es que… No estoy sola, ¿sabes? Y no quiero despertarlo, porque necesito hablar contigo y…
La interrumpió sin darse cuenta. —¿A qué te refieres, despertarlo?
Vio aparecer su cara. C había alzado un poco el teléfono, apoyando la cabeza de lado sobre sus rodillas. Su sonrisa no tenía el menor rastro de alegría.
—Hay un hombre en mi cama, Stewart. El hombre que acabo de echarme.
Stu frunció el ceño al escucharla. La imagen tembló y cambió, y comprendió contrariado lo que estaba a punto de hacer.
—No, C, no es…
—¡Cállate! —lo interrumpió ella en un soplo—. ¡No lo despiertes!
En la pantalla de Stu apareció una cama de dos plazas contra una pared clara, apenas iluminada por la luz que entraba por dos ventanas que se abrían a la calle, que él sabía tres pisos más abajo. En la cama dormía un hombre desnudo, la sábana cubriéndolo entre las caderas y las rodillas. Joven, buena figura, el cabello largo cayendo sobre su cara de facciones agradables.
Stu apartó la vista, molesto. Aquello era completamente innecesario. Clavó los ojos en sus propios pies hasta que la oyó volver a hablar, y aun entonces no se apresuró a volver a mirar la pantalla.
C había regresado al pasillo, a sentarse como antes. —Es uno de los tipos más lindos que me haya echado jamás —susurró, y a Stu tampoco le gustó que su acento se hubiera suavizado—. Es cantante. Tiene muy buena voz, y se ve para derretir la Antártida sin ayuda. —Su suspiró le resultó odioso—. Canta en una banda tributo a Slot Coin, así que trata de parecerse cuanto puede a Stewie Masterson. Y le sale bien. Se parece mucho a Stewie Masterson en su momento más sexy, poco después de cumplir los treinta. No era un dulce que pudiera declinar.