De más está decir que no dormí esa madrugada, y despaché al “Stewie” apenas abrió medio ojo. Al volver de casa de su amigo, Nahuel me encontró en pleno paroxismo de limpieza, fregando como si quisiera arrancarle viruta hasta al mármol de la mesada.
Saludó al pasar hacia su cuarto, sin hacer comentarios sobre la peste a lavandina, ni Slot Coin sonando a un volumen que se oía desde la planta baja, ni mi cara, que seguramente evidenciaba demencia terminal. Se animó a volver a salir a eso de las dos de la tarde, mientras yo rasqueteaba el horno con ahínco homicida, y se asomó a la cocina con aire de quien busca algo de comer en pleno apocalipsis, si no es mucha molestia.
Reaccioné lo suficiente para prepararle unas hamburguesas y sentarme a acompañarlo mientras comía, aguantando las ganas de seguir limpiando y fumando como una locomotora.
Masticando como una trituradora, Nahuel hizo un gesto vago que abarcaba el departamento y terminó de formular la pregunta alzando las cejas.
—Ah, nada, que viene Stewart —respondí distraída.
—¿Qué? —exclamó, obligándose a tragar.
Lo enfrenté, sorprendida por su sorpresa.
—Stewart —repitió—. ¿Stewart, Stewie?
—Cuántas veces te he dicho que no lo llames así. Sí, Stewart, mi amigo.
—¿Y por eso estás limpiando tanto?
Asentí encogiéndome de hombros, mordiéndome una uña para combatir las ganas de fumar.
—Mirá vos. Ayer estuvimos charlando y no me dijo nada. ¿Y cuándo llega?
—En julio.
Nahuel miró su vaso, miró la ventana, volvió a enfrentarme.
—¿En julio?
—Ahá.
—Pero, mamá, estamos a principios de mayo.
—Ya sé.
Trató de aguantarse pero no pudo, y la carcajada le salió adentró del vaso, así que salpicó la hamburguesa, la mesa y yo la ligué de refilón.
—Qué —pregunté molesta.
Se dio cuenta de que mi seriedad era genuina, que realmente no entendía de qué se reía tanto.
—Faltan dos meses, ¿y te ponés a limpiar ahora?
—Eh, sí. No. O sea. No estoy limpiando porque viene, sino porque viene.
—Ah, clarísimo. —Vio que yo amagaba a explicarme y meneó la cabeza—. Dejá, no aclares que oscurece. Seguí limpiando si te hace feliz. Mi pieza te espera para darte la bienvenida.
Siguió comiendo, contestando mensajes en su teléfono, hasta que alzó la vista hacia mí de nuevo.
—¿En serio viene? ¿No está en Europa?
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me tapé la boca y la nariz, tratando de contenerme.
Nahuel adelantó la cabeza, instándome con sonrisa alentadora a responder.
—Sí, está allá. Y cuando vuelva, viene para acá. Dos semanas, dice. —Se me cerraba la garganta de sólo decirlo—. ¡Ay, Dios, Nahuel! ¡Viene! ¿Entendés?
—La verdad que no lo imaginaba haciendo algo así.
—¡Yo menos! —Tuve que volver a taparme la boca—. Disculpá, seguí comiendo, ahora vuelvo.
Tuve que correr al baño antes de que se me escaparan las lágrimas.
Lo mismo que había hecho al escucharte esa madrugada.
Me había encerrado en el baño a llorar.
No sé cuánto tiempo pasé ahí adentro, pero cuando salí ya era de día.
Vos ya no estabas en línea y me habías dejado un mensaje privado en Facebook: “Discúlpame, nena, pero debo irme y tú no regresas. Hablamos más tarde.” Al leerlo volví a sentarme en el suelo frente a la computadora y me largué a llorar otra vez.
¿Cómo que venías? ¿Cómo que ibas a venirte desde San Francisco para que “resolviéramos esto juntos”, en tus palabras? Esas cosas pasan en las novelas, no en la vida real, menos en la mía. Cerré los ojos con fuerza y les pedí a todos allá arriba que no fuera un sueño, ni un error, ni nada más que la pura verdad en mi vida real. Como volví a hacer desde entonces cada vez que recordaba que vendrías.
Ese día, domingo, no comí, y no pude volver a probar bocado hasta el miércoles. Tenía el estómago cerrado de emoción, y nervios, y miedo, y amor, y… En algún momento caí en la cuenta de que sólo en otra ocasión me había pasado algo similar, en toda mi vida: después del recital de Slot Coin. Había almorzado el domingo antes de entrar al estadio, y no había vuelto a sentarme ante un plato de comida hasta el martes a la noche.
No me sorprendió que esa semana mis sueños tuvieran a Stewie Masterson hasta debajo de las baldosas. Al despertar nunca me acordaba qué había soñado, pero sí que él había estado por ahí, porque la primera sensación al abrir los ojos era ese calor en el pecho que sintiera en el recital. Tan parecido a lo que vos me hacías sentir.