—Dime que estás bromeando.
Stu no se molestó en responderle, todavía agitado, el cigarrillo colgando entre los labios, el cabello goteando y la ropa empapada de transpiración, desentendiéndose al fin de la muchedumbre que se retiraba, todavía coreando sus canciones. Demoró a Finnegan a la puerta de los vestidores, una mirada ceñuda clavada en el reverso en blanco de la lista de canciones que tocaran esa noche. Se rascó la barba a riesgo de rayarse la cara con el marcador grueso en su mano. Al fin escribió algo en letras grandes y giró hacia Finnegan, tratando de apartar el cabello que se le pegoteaba a las sienes.
—Vamos, hazlo —dijo sonriendo al sostener ante su pecho lo que acababa de escribir.
Finnegan lo leyó y volteó para no soltarle la carcajada en la cara.
— Para Cecilia, hola pendeja. ¡No puedes hacer esto, maldito pendejo!
—Cierra el trasero y toma la maldita foto —replicó Stu muy serio, y señaló el teléfono en la mano de Finnegan.
El guitarrista meneó la cabeza. Realmente Stu estaba yendo demasiado lejos con esto de la foto. Por fortuna ya no quedaba mucho de la gira, y en un mes estarían viajando a Sudamérica. A poner fin a todo este disparate que seguía saliéndose de control y proporción. Pero conocía a Stu, y sabía que no lo hacía con mala intención. Él sabía perfectamente lo que esa foto significaría para C, y era su único motivo para tomársela.
Así que hizo lo que le pedía. Le tomó tres, en el caso hipotético y bastante improbable de que él quisiera elegir una en especial para enviarle. Y resultaron las tres iguales: Stu mirando la cámara con una media sonrisa y el cartel garabateado a toda prisa, coronado por su estrella marca registrada. Pero lo que veía Finnegan era la promesa en esa media sonrisa y la ternura en sus ojos.
Esa madrugada, de vuelta en el hotel, Stu se pidió una jarra de café bien cargado para no quedarse dormido en los diez minutos siguientes. Finnegan le dejó las fotos en la computadora, listas para enviarlas, y se fue mientras Stu llamaba a C.
No pudo siquiera saludarla.
—¡Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios! —exclamó ella al atender—. ¡Oh, Dios, Stu! ¡Va a venir!
Era la primera vez en más de cuatro semanas que lo llamaba así. Él vació su taza de café de un trago y abrió la boca para preguntarle de qué hablaba, pero no tuvo ocasión.
—¡Va a venir! ¡Stewie Masterson vendrá a la Argentina! ¡Otra vez! ¡Lo anunciaron hoy! ¡Cerrará su gira de solista aquí! ¡En Buenos Aires! ¡En Octubre! ¡Oh, Dios, voy a…! ¡Nada! ¡No puedo creerlo! ¡Podré verlo tocar dos veces en poco más de un año!
Stu se permitió reír por lo bajo. Esas explosiones de alegría y entusiasmo de C siempre le provocaban la misma reacción. La adhesión incondicional, la admiración, el placer. A veces deseaba ser su propio seguidor, para ser partícipe de esas emociones que parecía provocar por doquier.
—Entonces siéntate —le dijo con voz fatigada tan pronto ella logró controlarse un poco.
—¡Qué! Se te oye cansado. ¿Qué…? Aguarda. No me digas que en verdad fuiste al concierto.
—¿No era mi parte del trato?
—Sí, pero… —C rió alegremente—. ¡Jamás creí que lo harías! Vamos, ¡cuéntamelo todo! Pareces agotado, espero que sea porque pasaste la noche saltando en primera fila.
—Bien, no estaba exactamente contra la valla, pero cerca. Fue una noche de mil demonios.
—¡Lo sabía! ¡La pasaste bien! ¡Atrévete a negarlo!
—Jamás lo haría. Ahora dime, ¿estás sentada en una silla firme?
—¿Qué? ¿Por qué?
En vez de responder, él le envió la solicitud de transferencia de archivo.
—¿Qué es esto? ¡Buen Dios, Stu! ¿Qué es esto? —preguntó ella con voz ahogada.
—Ábrelo y fíjate tú misma —respondió él con suavidad.
C aceptó el archivo y aguardó en silencio.
Stu ya era un experto en situar la computadora para tener la pantalla a la vista sin exponerse, y esa noche lo hizo una vez más. La vio sentada ante su escritorio, de modo que hablaba desde su computadora. Sonrió al ver sus ojos clavados en la descarga y su expresión ansiosa. Se acomodó mejor, para no perder detalle, ni un movimiento, ni un gesto.
La observó abrir el archivo y quedarse mirando la pantalla impávida. Frunció el ceño ante su falta de reacción. Estaba por volverse para servirse más café cuando vio que los ojos de C se abrían más y más, moviéndose por la foto. Sus manos se alzaron lentamente para unirse ante su boca, cubriendo los labios que se separaran en una exclamación silenciosa, sus ojos brillantes, hasta que las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Oh, Dios —murmuró en un hilo de voz—. Oh, Dios, Stu…
Meneaba la cabeza, sin molestarse en contener las lágrimas que caían sin prisa de sus ojos claros clavados en la imagen. Entonces la sintió. Una avalancha de calor que pareció explotar en su pecho y quitarle el aliento. Lo sorprendió el nudo en su garganta y el súbito ardor en sus propios ojos.