Después de cenar traté de escribir un rato, pero me resultó imposible concentrarme. Así que traté de leer, sin ser capaz de recordar lo que decía un renglón cuando pasaba al siguiente. Me acosté hasta que la inquietud me obligó a volver a levantarme, unos diez minutos después.
Hacía unas tres semanas que End sonaba en las radios y en internet. Hacía diez días que había renunciado al call center, y no importaba a qué hora me fuera a dormir, todavía me despertaba religiosamente a las seis de la mañana. El lunes comenzarían a regalar las entradas para nuestra primera presentación desde que saliera el simple. Sería en el Buenos Ayres Club, en San Telmo, el viernes próximo.
Era sábado a la noche, y mi lógica indicaba que si éste era mi nivel de ansiedad una semana antes, me iba a morir de un infarto antes del miércoles.
Porque el viernes ocurriría había algo absurda e infinitamente mucho más importante que todo eso junto: ese día llegabas a la Argentina.
Me lo habías confirmado unas horas atrás, mientras preparábamos las cenas de nuestros hijos, que seguían perdidos juntos por internet. Al parecer Liz había obtenido una importante victoria moral al lograr que abandonaran por un rato el mundo de los zombies y se fueran los tres a una fiesta de los Sims.
Soltaste la noticia con tanta naturalidad que me llevó varios segundos registrar realmente lo que habías dicho.
—Por cierto, confirmé el vuelo hace un rato. Partimos desde aquí el jueves a medianoche, de modo que llegaremos…
Hice las cuentas antes que vos. —El viernes al mediodía.
—Sí, con el tiempo justo para registrarnos en el hotel, comer algo e ir a verte tocar.
Se me cerró el estómago al escucharte. ¿Cómo que ibas a venir al Buenos Ayres?
—¡Está bien, no hace falta! Vas a estar agotado después de un viaje tan largo, y con jetlag. Podemos encontrarnos el sábado, para que puedas…
—¿Qué? ¡De ninguna manera!
Sentí una oleada de calor en la cara. De sólo imaginarte ahí me temblaban las piernas. Y de pronto me pregunté por qué. ¿Por qué me iba a dar vergüenza que nos vieras tocar? ¿Por qué no quería compartir con vos una noche tan importante para mí, para la banda? ¡Justo con vos! ¿A qué le tenía miedo? Mi propia reacción me confundía.
—Pero si te hace sentir incómoda…
No me sorprendió que interpretaras bien mi silencio.
—Me preguntaba justamente por eso —respondí, todavía tratando de encontrarle sentido—. ¿Por qué diablos no querría que estés allí? ¡Es una tontería!
Te escuché reír por lo bajo, esa risita que seguía provocándome cosquillas de deseo en la punta de los dedos. Me di cuenta de que en una semana la estaría escuchando en persona y la mera idea me causó un escalofrío.
—Oye, C, me encantaría ir, pero tampoco voy a obligarte —dijiste con suavidad—. Piénsalo y luego me dices.
Hice la guitarra a un lado con gesto brusco y me asomé al pasillo: Nahuel ya estaba en su dormitorio. Fui a la cocina a prepararme mate. Mientras se calentaba el agua, conecté los auriculares al teléfono para llamarte.
Había tomado una decisión. No importaba el pánico que me provocaba el sólo pensarlo, quería verte lo antes posible. No podía ir a buscarte al aeropuerto porque Marian quería que probáramos sonido a media mañana, y a partir de entonces mi tiempo quedaba a disposición de la banda hasta que termináramos de tocar. Así que tenías razón: lo mejor era que vinieras al Buenos Ayres.
—¡Hola de nuevo! ¿Qué hay de tu sábado a la noche de rockstar?
Tu voz me tomó un poco por sorpresa.
—Quiero que vengas a vernos tocar, Stewart —solté, para no dejarme apartar del tema y no tener ocasión de volver a acobardarme—. De modo que les reservaré una mesa, y le pediré a Marian que te lleve al cuarto trastero que llaman vestidor. Porque quiero verte apenas termine de tocar. Quiero conocerte tan pronto baje del escenario.
—Bien, a eso llamo ir al grano —dijiste divertido—. ¿Puedo preguntar qué te hizo cambiar de opinión?
—No lo sé, imagino que deberías preguntárselo a mis tripas. Dicen que quiero que estés allí, para saltarte al cuello y asfixiarte en un abrazo a la primera oportunidad que tenga. Y me inclino a darles la razón.
Te tomaste un momento para decir con suavidad —¿Sabes? Creo que es la respuesta más honesta que me has dado en mucho tiempo. Eso haremos, nena: estaré esperándote cuando bajes del escenario, para devolverte el abrazo.
No esperaba la oleada de tranquilidad que me provocaron tus palabras.
—Yo… Estoy tan feliz, Stewart —murmuré, la garganta repentinamente cerrada de emoción—. Creo que sólo ahora comienzo a procesarlo realmente. Aún me cuesta creerlo. Que en verdad vienes, que en verdad voy a conocerte.
—Oh, pero así es, nena —respondiste con esa calidez, esa ternura que me desarmaba—. Y será increíble. No importa si dos días después queremos asesinarnos mutuamente. El viernes por la noche será inolvidable.