La lluvia complicaba el tránsito aún más en la calle de la escuela, y Stu no logró llegar antes de que sonara el timbre de salida. Estacionó en el primer hueco que encontró, manoteó el delfín de Melody y se apresuró hacia las puertas. Descubrió el auto de Jen a pocos metros de la salida. Elizabeth se dirigía al encuentro de su madre cuando lo vio venir, y lo saludó alegremente, con un brazo en alto.
—¡Papá! —exclamó, haciendo que Jen se volviera al instante.
—Hola, princesa —le sonrió Stu a su hija mayor, llegando agitado junto a ellas. La abrazó y la besó—. Ve al auto, que está lloviendo.
Vio a Melody aplastada contra la ventanilla posterior, la saludó mostrándole el delfín y le hizo señas de que esperara. Al fin enfrentó a Jen, que mantenía su compostura educadamente indiferente mientras Elizabeth subía al auto junto a su hermana. Stu le tendió el peluche con sonrisa incómoda.
—Lo olvidó en casa —terció. Y se preguntó por qué sentía la necesidad de explicar su aparición imprevista, cuando el motivo resultaba evidente, y como si no se tratara de sus propias hijas, y él no tuviera derecho de pasar a saludarlas por última vez antes de irse de viaje y… Se dio cuenta de que no quería que Jen pensara que había buscado una excusa para verla a ella, y su propia conclusión lo sorprendió.
Jen recibió el peluche con una sonrisa fugaz, forzada, y le dio la espalda para alcanzárselo a Melody.
—Las niñas me estuvieron contando sobre tu gira —la oyó decir mientras cerraba la puerta, todavía dándole la espalda—. Dicen que no es una gira más.
Sus palabras lo tomaron desprevenido, y la expresión de Jen lo confundió aún más, porque volvió a enfrentarlo con una mirada escrutadora que parecía querer atravesarlo.
—Dicen que viajas tan lejos a encontrarte con alguien —agregó, y su voz se había convertido en un puñal de hielo, aguzado, casi amenazante.
Stu frunció el ceño con una sonrisita defensiva. —¿Perdón?
—¿Vas a Sudamérica a encontrarte con una mujer?
Cerró los ojos un instante al escucharla. Atención, celos, incredulidad, rabia. Todo eso se agitaba en la voz y las palabras de Jen. Todo el interés que él había ansiado tanto desde que lo dejara. La señal clara de que él no le era indiferente, de que todavía sentía algo por él, de que todavía lo necesitaba, de que no se resignaba a perderlo.
—¿Por qué me lo preguntas? —inquirió en voz baja, con cuidado y lentitud, como si sostuviera una burbuja de cristal delgado y frágil en sus manos, y el menor gesto equivocado pudiera romperlo. Porque eso era ese momento. Tan ansiado, y sin embargo tan inesperado e incómodo, bajo la lluvia ante las puertas de la escuela, rodeados por cientos de niños y padres que hablaban en voz muy alta y los empujaban sin querer al pasar.
Su pregunta puso en guardia a Jen.
Stu controló el dolor de verla forzar una expresión indiferente, casi despectiva.
—Jamás pensé que te rebajarías a intentar un truco tan infantil —replicó con acento cortante.
Stu volvió a fruncir el ceño, sin entender. —¿Truco?
—Sí, Stu, truco. ¿No te parece inmaduro? Montar todo esto para que las niñas se enteren, sabiendo que me lo contarán.
—¿Qué? —La interrumpió sin darse cuenta, sorprendido por aquella interpretación tan descabellada—. No, amor, estás equivocada, es…
—¡No me llames así! —siseó Jen, mirando a su alrededor como si quisiera cerciorarse de que nadie más lo hubiera escuchado.
—Lo siento, yo… Discúlpame, pero ya no comprendo de qué estamos hablando —dijo Stu—. Es sólo otra gira solista, Jen, sin planes secretos, sin trucos. No… ¿Por qué me preguntas algo así?
Y mientras respondía en tono conciliador, sintió el retorcijón de la mentira que acababa de decir sin vacilar. Porque no había trucos ni estrategias, pero ciertamente no era ‘sólo otra gira solista’. Pero lo que estaba en juego era demasiado, en ese momento sorpresivo y desconcertante, para detenerse a tratar de dar una explicación más honesta.
Su actitud dócil, apaciguadora, obró el efecto contrario al que buscaba.
—¿Quién es ella, Stu? —preguntó Jen entre dientes, en un susurro perentorio y casi furioso.
Se quedó mirándola, conteniéndose para no tomarla en su brazos y besarla. La amaba tanto, la echaba tanto de menos, la necesitaba tanto. Y sus emociones eran tan reales, profundas, cruciales, que se alzaron en su interior como un clamor sordo, negándose a seguir siendo ignoradas. No podía prestarse a una escena de celos gratuita en plena calle, con sus hijas viéndolo todo, cuando lo que pendía de un hilo era nada menos que su vida entera.
—Vuelve, por favor —logró articular, la voz ahogada en el tumulto que lo sacudía por dentro.
—¿¡Qué!?
—Vuelve conmigo, te lo ruego.
Los cambios que se operaron en la expresión de Jen habrían bastado para matarlo sólo unos meses atrás. Tan simple como eso. Si esa conversación hubiera tenido lugar en Hawai, él se habría derrumbado ahí donde estuvieran, y el dolor habría bastado para detener su corazón para siempre, más eficiente y rápido que un disparo o una puñalada.