Las casitas gemelas.
Siempre he sido fiel creyente que la familia muy poco tiene que ver con el parentesco consanguíneo. Es algo que se nos inculcó desde temprana edad. Les daré un poco de contexto para que me entiendan.
La tía Rubí y mamá se conocieron de una manera bastante inesperada, creando un vínculo genuino, apoyándose la una en la otra incluso en los momentos más trágicos. Su hermandad es tan fuerte que, hasta el sol de hoy, son inseparables.
Nosotros, sus hijos, tomamos su ejemplo y crecimos juntos como primos, aunque podría decir con toda seguridad que nos consideramos hermanos. Sobre todo Mía, y yo, que somos las más contemporáneas. Nuestros padres nos solían llamar “El terror de la casa” así de terrible fuimos.Especialmente ella. La tengo muy presente en la mayoría de mis recuerdos: desde cuando dejé de orinarme en la cama hasta aquella vez que se le ocurrió la grandiosa idea de jugar a la peluquería.
¿Quién creen que salió con un flequillo que parecía cortado con un pedazo de vidrio por lo chueco que quedó? Exactamente. Yo. Un total desastre, empezando porque mi cabello es rizado y terminando en que Dean nuestro vecinito y mejor amigo que hacía todo lo que Mía le pedía no era tan buen peluquero como ella decía.
Aún recuerdo cuando Elías nació. Fue nuestro juguete más entretenido... o al menos así lo veíamos nosotras. Claro que eso cambió cuando empezó a crecer y se volvió un poquito (por no decir muy) fanático de hacer bromas, y de las pesadas.
Corro apresurada hacia la casa contigua. Se me olvidó comentarles que, hace unos años, específicamente cuando Elías nació los tíos y mamá encontraron la oportunidad perfecta y compraron un par de casitas gemelas, una al lado de la otra, en un pueblito a dos horas de la ciudad. Créanme, no lo dudaron. Y aunque todavía no estoy muy segura de si es algo adorable o más bien tétrico, creo que fue una de las mejores decisiones que pudieron haber tomado.
El timbre resuena bajo mi mano mientras abrazo contra el pecho un frasco repleto de galletas. Las galletas son una cortesía de mamá, por supuesto. La brisa nocturna me acaricia la piel, erizándola, y de manera instantánea me arrepiento de no haber traído un abrigo sobre el pijama de gatitos. Inflo las mejillas con fastidio y vuelvo a presionar el timbre. La puerta se abre y lo primero que me recibe son unos brillantes ojos cafés y una inconfundible cabellera pelirroja.
Mía, la mejor compañera del crimen, la más increíble aliada en discusiones y mi hermana del alma, se arroja a mis brazos chillando de la emoción. Le devuelvo el abrazo con el mismo ímpetu, pero con cuidado de no dejar caer el frasco, porque, como muy bien dice el dicho: primero el diente y luego el pariente.
—¡Te extrañé tanto, tanto! —exclama, apretujándome con fuerza entre sus delgados brazos.
Siento un par de lágrimas caer por mis mejillas. Sí, estoy lloriqueando, porque vaya que la he extrañado. Han pasado seis meses desde la última vez que nos vimos y, aunque las llamadas siempre han sido constantes entre nosotras, no logran sustituir la presencia. Estuve todo el año temiendo que no volviera, pero está aquí, abrazándome.
—¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no me dijiste nada? —pregunto, atropellando las palabras como siempre. Dean dice que debería pensar antes de hablar, pero es algo que no está en mi naturaleza.
—No tenía planeado venir —confiesa—. Ya sabes: la ciudad es un completo caos, la universidad peor. Me tiene más loca que una cabra.
La imagen de Mía con cuerpo de cabra, rodeada de un montón de exámenes y deberes, me arranca una carcajada. Ella, que conoce lo que habita en mi cabeza, solo sonríe, niega con la cabeza y me toma del brazo para arrastrarme dentro.
El delicioso aroma a comida se encuentra impregnado por todo el lugar. Mi estómago ruge como un león en plena caza, y supe de inmediato que el tío Kiran se halla en la cocina, mostrando todos sus dotes culinarios, que por suerte son un montón. El mejor cocinero del mundo mundial, si me lo preguntas… aunque no se lo digan a mamá, que vive en una competencia eterna por quién es el mejor.
Mía tira de mi brazo hacia el sofá, pero yo protesto con un quejido agudo. La adoro con toda mi alma, pero mis pobres tripitas me piden, entre rugidos, transformarme en el Coyote e ir directo hacia el correcaminos (la comida).
suelto el aire en un resoplido resignado. Ella, indiferente a mis protestas, continúa.
—Llegué a eso de las cuatro de la tarde. Estaba a punto de irte a visitar, pero te me adelantaste.
Su tono juguetón me hace sonreír. Y entonces, incapaz de retenerlo por más tiempo, dejo el frasco de galletas en la pequeña mesita, la tomo de los hombros y la miro fijamente a los ojos.
—Me otorgaron la beca en la Universidad Belmont.
Las palabras salen disparadas como flechas. Si las retengo por un segundo más, juro que exploto. Nuestras miradas se conectan y de inmediato empezamos a gritar al unísono, como el par de chifladas que somos. Sabía que, cuando se lo dijera, se orinaria de la emoción… no de forma literal, claro.
Mía es una gran fanática de la moda desde muy pequeña. Le encanta diseñar; todavía tengo vivo el recuerdo de ella cociendo junto a mi tía diminutos vestidos, tanto para sus Barbies como para las mías. Ahora, cumpliendo sus sueños, está a punto de comenzar su segundo año en la Universidad Belmont. Y me di cuenta, con un ligero pinchazo en el pecho, que tal vez desde ahora no nos extrañaremos tanto.