Al Son de la Pasión

DOS

Al otro día Mel llegó al trabajo aun pensando en su conversación con Matthew. Es decir, no estaba segura de que a eso pudiera llamársele conversación, pero ella aún no podía sacarse de la cabeza el hecho de que Diana estaba Muerta, su madre lo sabía y por alguna razón, había decidido no contárselo. ¿Por qué?

Pasó toda la mañana tratando de sacar el tiempo para averiguarlo por sí misma, pero el estar a cargo de todo un departamento, a poco de un acontecimiento importante en la empresa, la dejaba sin mucho tiempo para tocar temas familiares. Durante toda la mañana, cada vez que pensaba que tendría un par de minutos de descanso, la puerta de su oficina se abría dando paso a alguna persona que quería comentar algo con ella, y era extenuante, pero amaba su trabajo y había luchado bastante por el ascenso así que ahora le tocaba hacerlo mejor que mejor.

La oportunidad perfecta se presentó cuando, a las dos de la tarde, en una de esas tantas veces que entró gente en su oficina, apareció su madre. Podía sonar sorprendente, pero, aunque ella y su madre trabajaban juntas, pasaban días sin que tuvieran la oportunidad de sostener una conversación de más de tres frases que no implicara trabajo, por eso la sorprendía que se presentara para invitarla a comer.

Mel aceptó, porque era apropiado, porque estaba hambrienta y porque, si tenía que tocar ese tema con la mujer que la había traído al mundo, prefería hacerlo fuera de los oídos de los demás, pero tan pronto estuvieron solas, se preparó para hacer la pregunta.

Ella solía tener fama de muchas cosas; princesa de hielo y genio de las Relaciones Publicas entre ellas, pero no tenía fama de andarse por las ramas, así que en cuanto estuvo frente a su madre en el exclusivo restaurant, le hizo la pregunta que le carcomía la cabeza desde la noche anterior.

—Mamá, ¿por qué no me contaste que Diana Foley murió?

Su madre dejó su plato y la miró y Mel pudo notar como su expresión cambiaba.

—¿Tú como sabes de la muerte de Diana? —inquirió enarcando una ceja.

—Matthew me lo contó —Mel quiso disimular el temblor de su voz, pero no estaba segura de haberlo logrado.

—¿Matthew? ¿De eso se trata todo esto Ania? ¿De ese chico? Creí que lo habías superado.

Mel sabía que su madre se había negado rotundamente a llamarla por el diminutivo de su nombre solo porque su padre la había llamado así, pero cuando llegaba al punto de llamarla por su primer nombre, era porque en serio estaba enojada. Solo que en esa ocasión Mel no pensaba permitir que convirtiera aquel tema en algo sobre ella.

—Se trata de que me ocultaste información importante, mamá, Diana me cuidó por muchos años, ¿Qué te hace pensar que no me importaría su muerte, o que no me enteraría a la larga?

—¡Ay por favor! Solo no quería distraerte del trabajo, apenas estabas como pasante, la muerte de Diana te iba a afectar.

Mel se sintió furiosa. ¿Distraerla?

—Yo no soy tu, mamá y no tenías derecho a decidir eso por mí, ¿No lo crees?

—Hice lo que creí mejor.

—No, hiciste lo tuyo, eso que siempre hacer —gruñó, sintiendo como la rabia le iba subiendo por la espina dorsal— Y Matthew ya no es un muchacho, mamá, ni yo soy una niña, no voy a permitir que lo hagas más. Y sí, ya lo superé, pero no se trata de eso.

-No empieces con esto otra vez, Ania —puntualizó— todo el mundo nos mira.

Mel miró a ambos lados y, en efecto, todos los ojos estaban puestos sobre ellas, algunos discretos, otros, no tanto. Ella quiso, como en otras tantas ocasiones, ser un poco más rebelde y decirle a su madre que no le importaba que todos las vieran discutir, pero no se atrevió.

—Muy bien, mamá, llevemos esta conversación en tus términos.

Su madre respiró profundamente antes de hablar.

—La única razón por la que no te lo conté es porque no quería que volvieras a ver a ese muchacho, a Matthew. Sé que te dolió mucho cuando él y su madre se marcharon y...

—Tu no tenías derecho a hacer eso, mamá. Creo que a mi edad me he ganado el derecho de tomar mis propias decisiones —hizo una pausa para volver a modular su voz—. Además, el esfuerzo no te sirvió de nada. De ahora y hasta dentro de un mes o dos lo veré dos veces por semana.

—¿Y eso por qué? —preguntó su madre, enarcando una ceja.

—Estoy tomando clases de baile con Charlie y Abby en el club. Él es el instructor.

A Mel le costó unos segundos poder identificar el gesto de su madre.

—¿Instructor de baile?

—Pareces sorprendida.

—¿Por qué no lo estaría? Es Matthew.

—¿Esperabas menos? —cuestionó.

Melinda conocía bien a su madre y las cosas que pensaba, pero también conocía lo que Matthew había sido y la fama que se había forjado. Él fue, por años, el delincuente del pueblo, y la única razón por la que no acabó en prisión fue por el cariño que la gente le tenía a Diana y por las influencias de su madre. Así que no podía culparla si esperaba poco de él.

Siete años atrás, Matthew había sido el típico muchacho joven y despreocupado, sin responsabilidades, sin preocupaciones, sin aspiraciones que ascendieran más allá del surf. Diana, su madre, había luchado mucho para que él fuera a la universidad y él la había complacido, pero Mel nunca había visto un futuro prometedor en su porvenir. Lo había visualizado más bien como un potencial borracho, el que pintaba las casas y arreglaba las cañerías de los vecinos; pero aun así se había enamorado de él. La estupidez propia de la adolescencia era imposible de igualar.




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