Miranda Livingstone
Cada vez que el corazón me late inquieto suelo recordar a esa pequeña Miranda con las mejillas embarradas de chocolate siendo ayudante de su madre en la cocina. Su carita roja, su cabello ondulado recogido en una media coleta con los coleteros en forma de panquecitos de fresa elegidos por la chef Vance, esa mujer alegre y divertida que siempre llenaba de aromas dulces su hogar.
Solía sonreír al preparar su frappe descafeinado de vainilla, que hasta el momento mi hermano Isaí subconscientemente sigue eligiendo a diario sin rendirse al desapego de su aroma. La recuerdo siendo tan perfeccionista como Alessandro para elegir la perfecta combinación entre sabores y colores en sus platillos hasta antes de sus problemas nerviosos y los que yo misma presentaba desde bebé. Y solo alguna parte de su vida era tan amarga como su última hija, como su matrimonio y lamentablemente quizá como nuestro probable final.
Tal vez sea lo único que vamos a compartir.
El pensamiento es tan fuerte que ahora mismo mientras veo las jardineras del hospital de salud mental el aroma a café se adentra por mis fosas nasales, una mezcla del pasado y presente. El café tiene un aroma delicioso, nada que ver con su sabor hasta que les dan un toque dulce.
Max huele a café, no sé si dulce, no sé si amargo, solo sé que tiene ese peculiar aroma. Ni siquiera sé si me gusta el café, de hecho con facilidad me inquieta lejos de relajarme… Y aún así volvería a tomarlo si tuviera la oportunidad.
No huele a café.
Huele a la sensación después de robarle su taza de café a papá por las mañanas. A la sonrisa de mi madre cocinando por las tardes. A los pocos momentos buenos que pasé con Aless, a los días de lluvia relatando la adversidad a Isaí. Reír a su lado me recuerda que en algún momento no todo fue tan malo. Así que si él es producto de mi imaginación, es algo dentro de mí me está pidiendo a gritos no perderme, sin contar con que yo misma puedo acudir a mi rescate.
No caeré en la locura, seré parte de ella.