Maximiliam Snyder
—¿Qué hice mal esta vez? Todos estos días he bajado con el grupo como indicó que lo hiciera —le recalco al enfermero aniquilandome visualmente con una vena exaltada en su cuello.
—Pediste que te volvieran a servir.
—¿Y eso qué? Dije por favor.
—Estás es una clínica para personas con trastornos alimenticios, Snyder.
—¡Que buen trabajo han hecho conmigo, me han curado en la primera sentada!
—Continúa y la siguiente comida será en el reclusorio.
Y ahí nos veríamos por encubrimiento. Me obligo a no decirlo, tengo una fortuna para echarme la soga al cuello por hablar de más.
—Hoy te devolveré con los nuevos, observa como se comportan e imitalos. Los enfermeros ya se cuestionan de ti.
—¿O sea ir a comer con ellos?
—Sí, pero con resistencia.
Recalca Ivan dejando otra pijama limpia junto a la lámpara de lectura sobre el buró. Inconscientemente ver esa muda de ropa me regresó todo lo de hace unos días a la cabeza. Mi ducha interrumpida.
El momento exacto en el que Miranda cerró los ojos y dejó escapar un jadeo que prendió llamaradas sobre un incendio con su nombre. La aprehensión de mis manos por los tonos casi transparentes de su piel, de sus redondos pechos. El sabor de sus puntillas rosas quemando hasta mi garganta y todas las jodidas ganas de adueñarme de ella vuelven.
Visualizo mi mano enredada en su cabello al besarla, sus labios rojos e inflamados por desgastarlos. Jamás había besado a alguien que me desequilibrara con un maldito beso.
Ivan aplaude volviéndome al presente.
—El almuerzo se sirve en media hora Max.
—Ya bajo.
—No comas demás.
—No te preocupes.
Se adelanta y yo me quedo revisando la habitación. Es tan igual a la de mi anfitriona que me resulta familiar.
Por fuera la puerta tiene una tabla de información con mi falsa identidad junto a una lista de medicamentos de bajo impacto que habrá colocado la psicóloga con ayuda del psiquiatra.
Sobre la hora termino de bajar hasta el salón de la primera planta guiado por el bullicio de personas resistiéndose a sentarse frente a la mesa.
Todo es tan fuerte, personas siendo sometidas a comer. Niñas de catorce años escupiendo lo que se llevan a la boca aunque su anatomía ya es cadavérica.
La anorexia no son modelos hermosas comiendo lo mínimo para mantenerse esbeltas, son niñas y mujeres quedando en los huesos sin percibir su crítico caso por seguir justo esos estándares insanos que nos venden como perfección.
Odié tanto cuando mi hermana Hannah cayó en eso. Cuando las opiniones de Joss y papá recayeron sobre ella en comentarios "pasivos" que la hacían sentir culpable por cada bocado que se llevaba a la boca. Vivíamos tan cerca de lo que la estaba dañando que agradecí cuando accedió a venir un semestre a estudiar en esta ciudad. Y es que el problema no era ella, sino el entorno detrás de cámaras en el que vivimos desde niños.
En largas mesas hay diez personas siendo supervisadas por tres empleados en cada una. Ahí sirven distintas porciones dependiendo del historial del paciente.
Entre las treinta personas con las que compartiré sesión hay un máximo de ocho hombres.
Me siento en el último lugar libre de la segunda mesa renegando la raquítica porción de arroz y la albóndiga huérfana nadando en un caldo insípido.
Entonces la veo caminar entre las personas sin enfatizar con nadie. Se sienta y revisan su gafete antes de servirle.
—¿Nuevo?
Me pregunta un chico de no más de veintidós años haciendo que la pierda de vista. Es delgado, pero no en extremo. Su cabello es demasiado llamativo lleva colores fantasía deslavados en las puntas.
—Acabo de ingresar —respondo.
—Me llamo Xander.
—Me alegro por ti —zanjo tajante ganándome una mirada mortal que me paso por el arco del triunfo.
Ríe delicadamente cerca de nosotros una chica rubia antes de enroscar su brazo en el mío haciendo que gire a la derecha.
—No seas tan rudo con Xander. No siempre es amable.
—¿Y tú eres?
—Jess —sonríe cínica guiñandole al chico conmigo de intermedio—. Creo que serás mi nueva mascota.
—No creo que sea buena idea que la mascota sea más grande que la dueña —debato.
—¡Dejen de hablar y terminen! —grita la voz de uno de los vigilantes. Pero resulta vomitivo intentar comer con algunos engullendose la comida, otros escupiendola y siendo casi obligados a volverlas a pasar.
Jess se come todo con calma y elegancia desafiando ligeramente al enfermero que no nos quita la vista de encima.
—¿En qué etapa estás? Dado tu comportamiento apuesto que estás por salir de aquí.
—Los laxantes lo arreglan todo —Sé mete otra cucharada de arroz y gira a mí—. No te permiten ir al baño hasta pasada una hora después de comer.