Alas rotas

1

Denis conducía por una carretera montañosa y nevada que serpenteaba como una serpiente entre los Cárpatos. Se acercaba el fin de semana, y el hombre deseaba descansar después de una dura semana de trabajo en el hospital.
Ser médico le gustaba, aunque le exigía mucho.

De pronto, algo grande cayó del cielo sobre el capó y rodó hasta el suelo. Un golpe sordo lo obligó a frenar bruscamente. Denis apretó el volante y miró con atención la carretera, iluminada por los faros. El único sonido que rompía el silencio era el del motor.

El hombre se tensó, expectante. El miedo se le atascó en el pecho y le hizo latir el corazón con fuerza. Al calmarse, bufó con fastidio. ¿De qué tenía miedo? Quizá había caído un tronco… o una roca. Tiró de la manilla de la puerta y salió del coche.

Avanzó con paso incierto y distinguió una figura femenina tendida en la carretera cubierta de nieve. Un pie descalzo sobresalía bajo un vestido blanco; el cabello negro como el carbón se esparcía en mechones rebeldes, cubriéndole el rostro. Pero no era eso lo que más lo inquietaba.

La espalda de la chica estaba completamente cubierta por unas alas. Enormes, blancas como la leche, se extendían desde los hombros hasta los tobillos. Denis sacudió la cabeza, dudando de sus ojos. Pero no, las alas seguían allí.

Se acercó y se arrodilló junto a ella.
—Inventan cada vez más fiestas de Halloween… y se visten con disfraces de carnaval —murmuró—. Más te valdría mirar por dónde caminas.

Le tomó la mano para buscarle el pulso. Sintió un latido firme y suspiró aliviado. Apartó el cabello de su rostro y se quedó helado. La piel pálida estaba cubierta de rasguños alargados con sangre seca; los labios mordidos, algo hinchados; y una herida ensangrentada le cruzaba la ceja izquierda. Aquello no podía habérselo hecho al caer sobre el coche.

Denis le tocó la mejilla con la palma.
—Eh… ¿me oyes?

La desconocida no abrió los ojos. Sus largas pestañas temblaban ligeramente. Maldiciendo por lo bajo, Denis la tomó en brazos y la llevó hasta el coche. La acomodó con cuidado en el asiento trasero. Las alas le estorbaban, así que la colocó de lado. Sus ojos se detuvieron un momento en el vestido sin mangas, tan ligero que no podía darle calor alguno. Se quitó el abrigo y la cubrió.

Ella pareció sentirlo y abrió los ojos.
Verdes, brillantes, con un aro marrón alrededor de la pupila, lo atraparon por completo. Lo miraban con una indiferencia fría, casi de cristal.

Denis frunció el ceño.
—¿Quién te hizo esto?

Al no obtener respuesta, se sentó al volante y cerró la puerta. Pensó en llevarla al hospital, pero el más cercano estaba a una hora y media, mientras que su cabaña alquilada quedaba a pocos kilómetros. Tomó la decisión en un segundo y pisó el acelerador.

Llegó a la casa de madera, forrada de tablones, donde solía pasar los fines de semana y se sentía como en casa. Buscó la llave bajo el felpudo y abrió la puerta. Llevó a la chica hasta la espaciosa sala de estar y la recostó en el sofá. En la chimenea aún ardían las brasas, y Denis se alegró de que los dueños hubieran calentado la casa: al menos no moriría de frío.

Sacó una manta del armario y la cubrió. La chica ardía de fiebre. Denis tomó el botiquín y le puso una inyección. Sospechaba que podía tener fracturas, y la idea de llevarla al hospital se volvía cada vez más insistente.

Decidió quitarle esas absurdas alas que solo estorbaban. Tocó una pluma suave, y esta se alzó sola, como si tuviera vida propia. Sobresaltado, retiró la mano. Luego se rió de su propio miedo: asustarse de una simple maqueta…

Intentó ver cómo estaban sujetas, pero no encontró correas ni tiras visibles. Con cautela, apartó las alas y miró su espalda. Parecía que nacían directamente de los omóplatos.

Con la intención de arrancarlas, tiró con fuerza.
Un gemido escapó del pecho de la chica. Denis soltó de inmediato y vio en su mano una pluma rota: grande, blanca, con un denso penacho que no cabía en su palma. El eje se había doblado.

Las alas se agitaron en su espalda.
De pronto se desprendieron y se elevaron por sí solas. Denis, sorprendido, soltó la pluma y dio un paso atrás. Las alas se desplegaron y comenzaron a girar por la habitación, volando junto a la pared. Un cuadro con un paisaje montañoso cayó al suelo.

Las alas chocaban contra el cristal de la ventana, contra las paredes, buscando salir. Finalmente se detuvieron y, como si lo hubieran visto, se lanzaron hacia él. Lo rodearon y se pegaron a su espalda. Denis oyó el rasgar de la tela: las alas desgarraban su suéter, avanzando con determinación hacia su piel.

Un dolor punzante le atravesó los omóplatos, como si miles de agujas lo perforaran a la vez. Su cuerpo se arqueó. Algo lo tiró hacia arriba, y Denis quedó suspendido en el aire. Las alas batían a su espalda, sosteniéndolo. Parecían acostumbrarse a su nuevo dueño.

De pronto se lanzaron hacia la ventana, iluminada por la pálida luna. Denis intentó controlarlas, quiso descender, pero fue inútil. Volaba por la habitación sin poder detenerse. Desesperado, se aferró a la lámpara del techo, pero esta se rompió y cayó al suelo, estallando en mil pedazos de cristal.

Las alas tiraban hacia el exterior. Denis temía obedecerlas, pero no podía seguir chocando contra las paredes. Decidió arriesgarse y abrió la puerta.

Salió disparado fuera de la casa, directo hacia un alto abeto. Las alas, como vengándose, lo lanzaron contra el tronco. Sintió un golpe en el pecho y cayó sobre la nieve. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando volvió a elevarse y desapareció en el cielo, volando en una dirección desconocida.

¡Queridos lectores!

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