Escocía, Las tierras altas 1512
Abrió los ojos, apartando las manos de su rostro, y miró a su alrededor. Se encontraba de pie, temblando aún por el susto, pero ya no estaba en la librería. La tienda había desaparecido, al igual que sus amigas. Ahora se encontraba en un lugar completamente desierto de gente. No era un bosque, más bien, parecía una colina salpicada de algunos arbustos. Miró el trozo de cristal de la esfera que había sostenido y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta. No comprendía nada de lo que acababa de ocurrirle. Gritó una y otra vez llamando a sus amigas, pero nadie respondía. Caminó durante largo rato, pero el sendero nunca parecía terminar. Cuando finalmente pensó que había encontrado un lugar donde pedir ayuda, se quedó paralizada y sorprendida por lo que veía. ¿Era eso una aldea? La gente iba cargada con pieles, pescado y otros objetos, gritando para vender sus mercancías mientras los niños corrían de un lado a otro jugando. Sus ropas eran tan antiguas que no entendía por qué vestían con prendas desgastadas y algo rotas.
Pasó entre ellos y notó cómo la observaban. ¿Qué estaban haciendo? Los extraños eran ellos, con esas vestimentas, ¿por qué entonces se sentía tan incómoda? ¿Acaso estaban grabando alguna película? Pensó, mirando sin poder creerse lo que veía. Sin querer, chocó con una mujer, quien la miró de mala manera.
—¡Mira por dónde vas! ¡Por tu culpa casi se me cae lo único que pude conseguir para comer hoy!
Alessandra pidió disculpas, intentando hablar lo mejor posible en el idioma, aunque su acento en escocés era bastante rudimentario. Agradeció haber aprendido algo del idioma, ya que pensó que le sería útil si algún día viajaba a ese lugar. Sin embargo, ahora comenzaba a preguntarse cómo había llegado hasta allí, cuando hacía solo un momento estaba en la tienda.
De pronto, oyó a alguien anunciar que el laird había llegado, y todos se apartaron a un lado para recibirlo. Alessandra se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Varios hombres avanzaban a caballo, y ella, parada en medio del camino, estaba tan asustada y confundida que se quedó congelada en su lugar.
—¡¿Cómo te atreves a quedarte ahí parada?! ¡Muévete, mujer!
—Yo... —intentó decir, pero no pudo.
—¡Maldita sea, yo me encargaré! —gritó Duncan, bajando del caballo y sujetando a la mujer por el brazo—. Tienes suerte hoy, mujer. Mi laird acaba de ganar algunas tierras y está de buen humor, o si no, hoy sería lo último que verías.
—¿Tu laird...? —Alessandra miró por encima del hombro de Duncan y se quedó pasmada. Era un hombre realmente apuesto. Solo con verlo, se percibía que era alguien de gran importancia. Sus miradas se cruzaron, y, al ver que la joven no apartaba la suya, él maldijo en voz alta.
—¡Duncan! No perdamos más tiempo. Hoy tenemos que celebrar nuestra victoria. ¡Por fin hemos conseguido recuperar nuestras tierras de esos malditos Cameron! —gritó Alec con orgullo, provocando que toda la gente estallara en vítores y gritaran su nombre de alegría.
—¿Alec? Imposible... —Alessandra no podía creer lo que escuchaba. ¿Todos lo llamaban Alec, del clan McLean? No podía ser, eso tenía que ser una broma—. ¡Suéltame ahora mismo!
—¿Cómo? ¡Maldita mujer, cómo te atreves a darme...!
—¡¡¡Dije que me soltaras, maldito!!! —gritó, dejando a todos sorprendidos por su valentía. Duncan la miró con furia, y aunque intentó agarrarla de nuevo, ella fue más rápida. Le arrebató la espada y la puso sobre su cuello, mirándolo fijamente a los ojos, sin dejar que el miedo que sentía se reflejara en su rostro—. Si vuelves a gritarme, estás muerto, maldito.
Alessandra observó a su alrededor. Si de algo estaba claro era que ya no estaba en Escocia, por lo menos no en la Escocia que había conocido momentos antes. Todo lo que ocurría allí lo confirmaba. Al principio, su mente intentó negar lo que veía, pero cuanto más se sumergía en la escena, más sus sospechas comenzaban a convertirse en realidad. Había viajado en el tiempo. Y el hombre que tenía frente a ella, montando su caballo y mirándola con arrogancia, no era otro que Alec McLean, el hombre cuya historia la había fascinado. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había ocurrido todo esto? Se pellizcó el brazo y gritó frustrada al ver que no estaba soñando.
—¡Joder! ¿En serio? —maldijo, mirando al cielo—. ¿El universo está loco o qué? ¿Por qué en este siglo? ¡En esos tiempos era lo peor! ¿No podría haber sido en un siglo más pacífico? —Su cabeza estaba a punto de estallar, atrapada entre la confusión y las preguntas que no encontraba respuesta.
—Suelta esa espada, mujer, sé que mi hombre te asustó. Pero una espada es algo serio, no para que una mujer esté jugando a...
—¡Ya cállate, por Dios! ¿Qué mujer ni qué mierda dices? ¿Ahora vas a salir con eso, de que las mujeres no valen para llevar una espada? ¡Joder! Eso ya no es mi problema —susurró, maldiciendo entre dientes. Tenía miedo, sí, pero no sabía cómo salir de todo eso sin resultar dañada.
—Baja esa espada y te dejaré vivir. Hoy es un día muy...
—¿Un día importante? Pues a mí qué me importa vuestra diversión —respondió, indiferente.
—Tú no eres una McLaren —la voz del hombre sonó fría, cortante, como el hielo. Luego, desmontó de su caballo y se acercó a ella—. ¿Qué haces en mis tierras y cómo has podido entrar?
—¿Tus tierras? Estoy algo perdida, simplemente estoy perdida...
—Mujer, pagarás por esta humillación. Te haré mi... —amenazó Duncan, con ojos fulminantes.
Alessandra lo miró con desdén y, sin pensarlo, levantó el puño y lo hundió en su nariz. El hombre cayó al suelo, gritando y maldiciendo. Los demás retrocedieron, sacando sus espadas. Alessandra alzó la suya, observándolos e intentando aparentar valentía, pero el miedo la paralizaba. No sabía qué hacer. Esos hombres podían matarla sin que nadie hiciera nada. Sin embargo, estaba decidida a defenderse de esos locos. Agradecía ser policía en ese momento. Alec levantó la mano, indicando a sus hombres que bajaran las espadas.