Aleteos en la oscuridad

Capítulo 1: El bosque

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No importa cuán difícil sea la tarea, yo siempre estaré ahí para apoyar a Tita. Ese soy yo, algunos dicen que soy un chico con cero esperanzas en la vida, creen que mi amiga sólo me usa para sus intereses y que de igual forma nunca se fijaría en un chico como yo, pero me mantengo constante en el propósito que me forjé desde el día que la conocí: Apoyar su causa sin importar que ni siquiera yo creyera en ella.

–¿Oyes eso?- me preguntó ella –es como si estuviera en todas partes.

Tenía que admitir que me encontraba aterrado. En ese momento no podía ver mi propia palma delante de mi mano y lo único que me daba la certeza de que no estaba solo en aquel tenebroso bosque era la respiración agitada de mi amiga. El único problema era que su respiración no era la única que se escuchaba a mi alrededor.

¿Hasta qué extremo había llevado mi fe ciega hacia ella que había decidido acompañarla a aquel macabro escenario, donde ambos sabíamos que nos esperaban graves problemas? Si eso no era amor, no podía asegurar que alguien en esta vida lo conociera. ¡Cómo maldigo el día que tomó aquel video! Pero creo que lo mejor sería contar mi relato desde el principio.

Cuautla es una ciudad pequeña pero no es un mal lugar para vivir. Hay un par de parques donde algunos chicos se reúnen para practicar patinaje y Parkour; algunos centros de actividades donde los jóvenes ejercitan su instinto artístico y su condición física. Otros más, como Tita y como yo, nos ocupamos de nuestras necesidades sociales.

–Estoy segura de que esta vez llamaremos la atención de la gente– comentó ella.

–Tal vez– respondí, conteniendo el comentario que pasó por mi mente en ese momento –Sólo que tengas pensado que esta vez nos recostemos en la carretera.

No quería parecer un pesimista, pero a decir verdad nunca nos iba bien cuando nos manifestábamos por algo. Si bien las causas por las que Tita protestaba (reparar el drenaje en alguna calle, el alumbrado en otra, protestar contra la construcción de un nuevo estacionamiento, entre otras) eran problemas reales de la ciudad que concernían a mucha gente, nadie parecía dispuesto a apoyarla en su lucha. Nadie, excepto yo, por supuesto.

–¿Por qué tenías que enamorarte de la loca de la escuela?– me preguntaban justamente mis amigos Miguel y Chacho.

Pero nada de lo que dijeran me importaba con tal de estar con ella. Y estaba seguro de que en el fondo, ella sentía la misma alegría de saber que no tendría que ir sola a protestar por la contaminación de la arboleda de Oaxtepec.

–¿Cuál es el caso de ir? – pregunté, añadiendo al ver su expresión de sorpresa –Es que, bueno, ya sabes, es una causa perdida.

–Eso es lo que el gobierno municipal quiere que pienses– respondió, explicándomelo por milésima vez –Saben que aunque vayamos a quejarnos, la gente ya da esto por terminado, pero aún hay partes de la arboleda que se pueden salvar. Y ya lo verás, más gente nos apoyará cuando vea lo hermosa que es la parte que queda intacta.

–Eso espero– dije, finalmente, pensando que ella sabía tan bien como yo que a nadie le importaba aquel lugar pero, suponiendo, que su mayor interés era probar su nueva cámara digital.

La verdad era que yo no estaba muy contento con la idea de pasar la tarde en la carretera a Tepoztlán, con el calor, el smog de los automóviles que pasaban y las siempre presentes miradas de burla e indiferencia de quienes pasaban sin hacer el menor caso. A Tita le enardecía el hecho de que el gobierno municipal había decidido convertir las arboledas en su vertedero de desperdicios local, siendo eso, quizás, lo más cercano que en Cuautla quedaba a un bosque. Los animales como las águilas, los conejos y los coyotes cada vez tenían menos terreno para sobrevivir, mientras que la basura se apilaba en su ambiente, bajo la falsa promesa de ser tratada algún día.

Nunca imaginamos lo que encontraríamos en ese lugar.

Tal como lo había mencionado, el smog en el ambiente era insoportable y me quemaba la garganta. Los autos pasaban uno tras otro, sin hacer el menor caso de las pancartas que habíamos dedicado a hacer en la tarde: “Mi tierra no es un basurero”, “Rescaten nuestras reservas naturales”

–Levanta tu cartel, Daniel- dijo ella, y me di cuenta que lo tenía casi en el suelo.

Una gota de sudor recorrió mi barbilla, no sabía cuánto tiempo más iba a resistir.

–No sabes cómo te agradezco que estés aquí conmigo– dijo ella, mirándome de frente. Aquello me dio nuevas fuerzas y elevé el cartel en el aire con deseos de detener a los autos para protestar.

¿Por qué mejor no nos unimos al grupo de Yo soy 132? De haberlo hecho, no nos habríamos metido en tantos problemas.

–Ya hemos estado aquí dos horas– dijo ella –Tal vez deberíamos descansar y comer.

Aquella me pareció la mejor idea que había tenido en su vida. Decidimos alejarnos de la carretera y adentrarnos un poco en la arboleda para buscar un lugar sin polvo ni basura para poder descansar.

El estado en el que se encontraba el campo era deplorable. Decenas de servilletas y vasos de plástico se esparcían por la orilla de la carretera, sin mencionar las bolsas de frituras que los autos arrojaban y uno que otro animal atropellado que se removía del asfalto. En ese momento, entendí el sentimiento que Tita tenía y su deseo de hacer algo por mejorar este lugar.



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En el texto hay: monstruos, niños, bosque

Editado: 21.04.2020

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