Alex Delarte - El quinto del Rey

0. Pasado tormentoso

Corría el año 1936, ya había estallado la guerra civil española, y se encontraba expandida por todo el territorio nacional, incluido el pueblo Murillo de Gállego en la provincia de Huesca. Pedro corría a través de senderos adyacentes al pueblo, hasta quedar bajo la sombra de las grandes rocas emblemáticas de la zona. Mallos, como así se conocen, datan de hace veinticinco millones de años, y tienen más de trescientos metros de altura. Contó veinte pasos y empezó a cavar un agujero en el suelo, con nervios e impaciencia, mirando siempre hacia los lados por si alguien le observaba, o esa era su percepción. Logró terminar el hoyo y depositó en él un cofre viejo, oxidado y que podría ser de hace varios siglos. Tapó el agujero y huyó del lugar corriendo, no sin antes apuntar en un papel la ubicación exacta del lugar. Llegó a su casa, donde le recibiría su hijo y su mujer.

            Esa misma noche, soldados del ejército nacional comandados por Bertín, un tipo de aspecto rudo y serio, llegaron al pueblo y sacaron a trece hombres de sus casas por la fuerza, entre ellos a Pedro, entre gritos y lloros del resto de las personas que habitaban en los hogares. Sin mediar palabra los llevaron a un pequeño descampado y los empujaron al suelo. Les proporcionaron palas y obligaron a cavar una fosa. Bertín se dirigió con paso firme hacia Pedro, y le observó detenidamente.

            —¿Dónde está? —le profirió amenazante.

            —No sé de qué me hablas.

            —¿Sabes que robar a la nación española está penado con la muerte?

            —No pensé que tener tus propios ideales significara robar a un país. Creía que eso sólo lo conseguía un golpe de estado.

            Bertín sonrió irónicamente. Desde luego ese hombre tenía agallas para decir algo así en dicha situación.

            —El golpe de estado lo perpetraron cuando se creó la segunda república. Pero sabes que eso no es a lo que me refiero —Se acercó y le susurró—, no me lo pongas más difícil.

            —¡Viva la república! —gritó en voz alta.

            Los soldados miraron a Bertín esperando la orden de fusilar a ese hijo de puta, y automáticamente le apuntaron. El superior le miró desafiante, y obligó al resto a bajar sus armas.

            —Hace algo más de trescientos años, galeones españoles volvían de su rutina de las Américas cargados de oro y plata. Iban directos a la Corona de Castilla. El veinte por ciento pertenecía a nuestro rey cuando descubrían tesoros allende los mares. Entre esos barcos se encontraba Nuestra Señora de Atocha, que tras partir de Florida, se hundió repentinamente en el océano. Jamás se supo qué pasó con esa flota. Me llegaron rumores que descubrieron el emplazamiento de dicho galeón y que consiguieron sacar una docena de cofres llenos de lingotes de oro, y uno de esos cofres está aquí y lo tienes tú.

            —Quien roba a un ladrón...

            —¿Dónde está? —Perdía la paciencia.

            —¡No sé qué esperas que te diga! —Le devolvió la amenaza.

            Bertín volvió a sonreír.

            —¿Vas a dejar morir a esta gente?

            —Los vas a matar igualmente.

            —Quizás estoy ejerciendo la presión de la manera equivocada —pensó en voz alta —¡Traedme al chaval!

            Uno de los soldados corrió a su casa.

            —¡Ni se te ocurra! —Por un momento, Pedro se lo replanteó.

            —No dejes que muera gente por tu orgullo. Échale huevos a las cosas que importan de verdad.




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