—No pienso matar a nadie. Con dos muertes son más que suficientes — dijo Alex con firmeza.
—¡Wow! Dos muertes en menos de un día. Te lo digo con la mano en el pecho — Kate puso su mano transparente en su pecho transparente — eres un asesino nato. Por favor, no desperdicies ese talento tuyo.
Alex maldijo a Kate, tomó las llaves de su habitación y se dirigió a la puerta. Antes de irse le dijo:
—Espero que te hayas marchado cuando esté de vuelta. Nada de lo que hagan ni me digas me convencerá. ¿Me has entendido? Lárgate.
Alex salió de la habitación. Kate no tenía pensado hacer lo mismo.
—Eso lo veremos — susurró Kate con una voz plagada de veneno.
Había un bar, ubicado a pocas cuadras del hotel, llamado “Los tarros helados” al que Alex iba todas las tardes a emborracharse desde que llegó a Curahuasi. Las paredes estaban hechas de ladrillo y tenían columnas en las esquinas, y en el interior del establecimiento. Chocarse con las esquinas debido al exceso de alcohol formaba parte de la experiencia. Las paredes tenían retratos de famosos y deportistas que habían pasado a tomar una copa.
Alex se sentó en la barra y saludó al dueño. Este le dio un fuerte apretón de manos. Alex lo consideraba un amigo. Este había sido soldado, experto en abrir cajas fuertes y estuvo en la cárcel un par de veces antes de dedicarse al negocio de las bebidas alcohólicas. Era alguien con quien podía hablar, lo entendía a sobremanera. Hablaron un rato hasta que Alex vio a una mujer sentada sola. Lo mejor era la compañía femenina. Varias mujeres de vestidos ajustados venían a beber y bailar. A veces Alex conseguía salir con una gratis.
Se sentó en la misma mesa que ella. Apenas la saludó, la mujer tomó sus cosas y se fue.
Otras veces no. En la mayoría de los casos tenía que pagar.
“Los Tarros helados” era el paraíso hasta que llegó Kate. Alex estaba tomando un tarro helado de cerveza, era casi tan grande como su cabeza, cuando ella se le apareció en la cara.
—Hazlo como un favor a una amiga difunta. Mata a mi padre. Porfis.
—¡Aléjate de mí, zorra estúpida! — exclamó Alex. Tal vez sea por el alcohol, pero le había perdido el miedo a Kate. Solo quedaba un desprecio infinito en su corazón.
Dos mujeres escucharon los insultos de Alex. Pensaron que iban dirigidas a las dos. Una le arrojó el contenido del tarro en la cara. La cerveza bañó toda su cabeza y la mitad de su camisa. La otra le dio una bofetada. Kate se reía a carcajadas ante el espectáculo.
—Lo que daría por tener un celular. Lo grabaría y lo vería en loop durante horas.
Durante los siguientes días, Alex la ignoró. Para él ese fantasma solo era una molestia que no podía hacerle daño.
Kate se percató de esto y planificó una estrategia. Si quería herir a Alex tenía que destruir las cosas que más amaba hasta que no quede nada más que ella. El bar estaba repleto de turistas de distintas partes del Perú y el extranjero. Todos ellos tenían un celular. Se tomaban fotos y selfies constantemente. Kate apareció en todas las fotos. Sonreía, hacía orejas de conejo y toda clase de muecas. Cuando los turistas veían sus fotos, estas tenían manchas blanquecinas. A veces dichas manchas tenían una apariencia humanoide.
Los rumores se extendieron. El bar “Los tarros helados” estaba embrujado.
—¿Se puede saber que estás haciendo? — le preguntó Alex con una clara desesperación en su voz.
—Aún no he terminado. Espera y veras — le respondió Kate con mucha confidencia. Ella sabía muy bien que Alex no podía hacer nada para detenerla.
Kate optó por subir las apuestas, no solo para atormentar a Alex, sino también porque era divertido. Kate encendía y apagaba las luces, movía algunos objetos, cambiaba de lugar los vasos. Las personas seguían viniendo, pero el bar ya tenía una reputación que a su dueño no le gustaba.
Alex intentó hablar con el dueño sobre la presencia de Kate, le prometió que iba a resolver el problema sea como sea. El dueño le respondió que, aunque su bar tenía una reputación que no le gustaba, el número de clientes había aumentado. Lo cual significaba más dinero.
—Por mí que venga un Poltergeist — le dijo en tono de broma.
Alex no se tomó el chiste con humor.
—Lo último que quieres es más de esos malditos fantasmas.
Kate estaba debajo de una mesa en el que estaban sentados dos campesinos, uno de ellos tenía callos en los pies. Para alejarse de esos callos, Kate ascendió hasta atravesar la mesa, pero no el mantel floreado. Una figura con un gusto por las flores apareció. Todos, excepto Alex, se alejaron del ente.
—Ya estoy harto de tus estupideces.
Apenas tocó el mantel, las luces se apagaron.
—¿Qué estás haciendo?
Las luces se volvieron a encender. Alex todavía estaba rodeado de la oscuridad. El mantel de pastico barato cubría por completo su visión. Cuando se lo quitó vio a los clientes confundidos. Todos estaban confundidos menos el dueño.
—Todo este tiempo fuiste tú, eh.
Aunque el número de clientes había aumentado, el dueño despreciaba esa clase de bromas. Alex debía sufrir un escarmiento y eso fue lo que pasó. El dueño le dio un golpe en la cara. Alex retrocedió hasta golpearse la espalda contra una mesa. No consiguió amortiguar su caída. Ambos cayeron.