Esther se limpió los anteojos con un pañuelo que había sacado de su delantal. Estaba segura de lo que vio: Una espada flotando y moviéndose torpemente. Se puso los anteojos de nuevo y esperó a que volviera a ocurrir. Pasaron diez minutos y nada. La espada seguía en las manos de una inerte novia. Kate, el fantasma, seguía oculta detrás de La novia esperando a que se fuera.
No tuvo que esperar mucho. La alarma del celular de Esther comenzó a sonar. Se golpeó la mejilla con fuerza. Para Kate sonó como si fuera una bomba.
—Ya es muy tarde — dijo alarmada. Tenía que preparar el desayuno y no podía permitir que ninguna entidad sobrenatural la distrajera.
Esther corrió a la cocina. Kate salió de la vitrina y la siguió. La cocina era propia de un restaurante lujoso. Todo era tan mecánico y plateado que lucía como el interior de una nave espacial. Esther encendió las seis hornillas de la cocina, lista para preparar el desayuno. Abrió el refrigerador de dos puertas y sacó algunos vegetales.
Kate fue a ver que estaba haciendo su padre. Esa sí era información vital que Alex debía saber. Eran las seis de la mañana, lo que significaba que su padre estaba haciendo ejercicio. Agustín Cárdenas tenía un gimnasio privado con entrenador incluido. Ambos estaban dentro usando el mismo mono deportivo negro.
Comenzaron la rutina. Kate flotaba encima de un asiento observándolo todo. Notó que algo no estaba bien. Agustín cumplió con la rutina completa, acompañado de varias pausas que duraban unos eternos minutos. Cuando terminó estaba tan cansado que apenas podía mantenerse en pie. Su rostro estaba brillante por el sudor.
Kate no lo recordaba tan débil. Todavía conservaba su aspecto robusto, aunque sus músculos lucían más fofos. No lucía como alguien que inspiraba temor en personas de malvivir que deseaban extorsionarlo. Sus golpes, que antes destrozaban mandíbulas, apenas se hundían en el saco de box.
—No sé qué me pasa — le confesó a su entrenador, y de paso a Kate, que estaba flotando a su lado.
—Tuviste un infarto. Eso es lo que te pasa — le respondió el entrenador arrepintiéndose de haber sido tan brusco —. ¿O acaso lo has olvidado?
—Un infarto es algo muy difícil de olvidar. He estado siguiendo todas las indicaciones del médico y me siento peor que antes. Estoy tomando todos mis medicamentos, créeme que tomar 12 pastillas al día no es algo que uno se acostumbra.
—Tómatelo con calma. Ya verás que todo se va a mejorar muy pronto — el entrenador trataba de hacerlo sentir mejor.
—Hoy mismo voy a sacar una cita con un cardiólogo diferente. Necesito una segunda opinión.
El entrenador se despidió de Agustín dándole un buen apretón de manos, mucho más fuerte del que Agustín podía soportar, y se fue. Tenía que abrir su propio gimnasio. El ingreso extra que recibía por ser el entrenador de Agustín siempre era bienvenido.
El padre de Kate descansó unos minutos más antes de ir a tomar una ducha en el baño privado del gimnasio privado. Kate se quedó esperando, obviamente no iba a ver eso.
Agustín salió del gimnasio más animado y usando un traje negro que había puesto en la taquilla. Kate atravesó la cabeza por la puerta. Ambos vieron a Mónica bajando por las escaleras. Mónica era la madrastra de Kate. Agustín se había casado con ella una semana después de haberse divorciado de Elena (la madre biológica de Kate, quien murió de un infarto unos días después de haber firmado los papeles).
Kate pensó que si Alex no la hubiera matado, sus genes habrían acabado el trabajo en unos años.
Mónica usaba unos elegantes pantalones negros que resaltaban sus generosas curvas, junto con una blusa blanca de seda. Tenía 45 años, pero podía pasar como alguien de 35 años a la vista de cualquiera. La madrastra de Kate cargaba un vaso de agua.
—Hola cariño — Mónica saludo a su marido con un beso —. Hora de tomar tus medicinas.
Mónica le entregó dos píldoras azules que Kate encontraba muy familiares. Agustín se las tomó y las apuró con un trago de agua.
Esther salió de la cocina para informarles que el desayuno estaba servido. Ambos fueron al comedor. La mesa era enorme, para unas diez personas. Antes eran cuatro, ahora solo dos (Esther comía en la cocina). La pareja de esposos estaba sentada en ambos lados de la mesa, muy separados. Kate miró el mantel con nostalgia; ella se acordaba del mantel con bordes de pajaritos, al igual que las rutinas de la mesa. Ella solía hablar de cualquier tema (desde las cucarachas hasta Marvel) y no paraba hasta que su padre le decía que se callara. Kate cerraba la boca. Pasaban unos minutos y se repetía el proceso.
Sonia siempre se reía.
Ahora que lo pienso muchas cosas no han cambiado, pensó Kate. Ella recordó las comidas con Alex; ella hablaba y hablaba volviéndolo loco. Alex le decía que se callara, Kate obedecía. La única diferencia era que en lugar de minutos de espera, eran segundos antes de repetir el proceso.
—¿Qué estará haciendo Alex? — se preguntó Kate a si misma —. Conociéndolo, probablemente algo estúpido.
Esther sirvió el desayuno. La mejor forma de describirlo era colorida. Ambos padres tenían un color diferente. A Agustín le tocó el desayuno verde: Jugo de brócoli sin azúcar, tortilla de verduras con aceite de oliva y un bol enorme de ensalada; su esposa pudo saborear un desayuno blanco: Unos panqueques con una jarrita blanca de miel, un vaso de yogurt natural con plátano picado y unos panecillos de vainilla.