Agustín conducía un auto negro muy llamativo. Todos volteaban para verlo pasar, cosa que su conductor amaba. El ser alabado y celebrado era una sensación tan intoxicante como adictiva.
Eso sería en cualquier otro día. Agustín manejaba en piloto automático.
El clima de “Estrella nocturna” era templado. El sol brillaba y calentaba, pero no quemaba. El que tenía el verdadero control era una agradable brisa. Agustín conducía con la ventana abierta, dejando que la brisa removiera su cabello.
Kate estaba echada en los asientos traseros, cosa que su padre no hubiera aprobado ni aunque le dieran un millón de dólares. Cuando la rescató de los secuestradores, la mantuvo sentada con el cinturón de seguridad puesto.
Kate se sentía como una chica rebelde. Flotaba a pocos centímetros de los asientos de cuero; sus pies no tocaban los asientos, pero ella se imaginaba que si lo hacía. Mejor aún, se imaginaba con los pies manchados de barro y con los asientos blancos en lugar de negros.
Kate levantó la cabeza para ver que su padre no se había movido en todo el trayecto. Usualmente, Agustín encendía la radio y se dejaba llevar por la música. Incluso se ponía a cantar si la canción le gustaba.
Pero hoy no, Agustín Cárdenas parecía un autómata. Kate lo atravesó y encendió la radio. La primera estación que escogió transmitía una canción pop de tonada pegajosa. Agustín apagó la radio sin preguntarse quién la había encendido en primer lugar.
Estaba tan metido en sus pensamientos que nada del mundo exterior parecía importarle. Fabricaba un discurso dentro de su cabeza, junto con un tacho de basura dónde podía echar todas sus malas ideas. Se llenó en dos minutos.
Kate se aburría. Miró por la ventana. La calle seguía tan mundana como siempre. Un hombre gordo y calvo conducía a baja velocidad, como si la atareada vida del ciudadano promedio no le afectara en lo más mínimo. Volteó para ver el auto negro de Agustín. Vio a una chica muerta y agusanada en los asientos traseros.
Lo estaba saludando.
El auto chocó contra un poste de luz. Agustín siguió conduciendo, no se dio cuenta de que había pasado.
—Ups — fue lo único que dijo Kate antes de olvidarse del asunto.
El hombre gordo y calvo salió de su auto casi ileso. La única herida que tenía era una mancha roja en la cabeza.
La plaza de Armas tenía un parque verde y saludable. Los árboles eran robustos y con frutos creciendo. Las bancas eran lo único que afeaban el parque. Eran blancas por el exceso de caca de paloma. El estómago de Agustín comenzó a rugir, tenía mucha hambre y, obviamente, el desayuno verde de la mañana no lo llenó en lo más vivo. Se estacionó cerca de un restaurante llamado “La trucha dorada”, especializado en trucha frita, comida china, tacos y enchilada.
Tal vez la comida me inspire, pensó. El local estaba lleno y, aun así, Agustín encontró una mesa en el fondo. Pidió un plato grande de trucha frita con papas fritas y ensalada. Agustín tenía prohibido comer cualquier tipo de grasa; su esposa y Esther lo tenían bien controlado en ese aspecto. Si su dieta fuera más estricta solo comería alimentos que generasen sombra. Eso hoy no le importaba. Quería darse un gusto. Su plato llegó y lo devoró en veinte minutos, acompañado de un vaso de cerveza.
La satisfacción se le notaba en la casa. Los 25 soles que le costó valieron la pena.
Kate se quedó dentro del auto. No podía comer y detestaba ver a las personas comiendo. Les provocaban unos deseos homicidas difíciles de contener (y un poco de envidia). El sonido de la puerta al abrirse la sacó de su letargo. Agustín condujo por unos quince minutos más. Recorrieron varias calles con casas de variados tamaños y colores y negocios pequeños hasta llegar a una calle donde el amarillo dominaba ambos lados.
Eran flores. Habían puestos de flores en todas partes. Agustín compró un ramo gigante de margaritas. Fue a una tienda de dulces y compró una botella de gaseosa, una bolsa de caramelos y un paquete de galletas de chocolate.
Entró al cementerio.
El suelo era tierra. Agustín se ensuciaba los zapatos con cada paso que daba. Dejaba unas huellas gruesas. Dichas huellas se unían con las de las demás personas, que iban a visitar a sus seres queridos. Agustín se sintió desanimado ante tanta gente y tantos rostros tristes. Odiaba los cementerios.
Se paró frente a una lápida: Katherine Miranda Cárdenas Pinchou (2008 – 2021). “Amada hija, siempre te recordaremos”. Agustín dejó las flores y los dulces en el suelo, menos la botella de gaseosa. La abrió y tomó un gran trago. Dejó el resto en la lápida.
El silencio se mezclaba con pequeños murmullos y unos llantos que iban desde lo disimulado hasta lo ruidoso. Agustín quería irse, pero antes tenía que decirle unas palabras a su hija.
Kate estaba flotando a pocos metros de su padre. Se preguntaba que estaba haciendo ahí. En el cementerio. En su tumba. Algunas personas la atravesaron, pero no le importó. Dichas personas se detuvieron, se percataron que no se habían chocado con nada y siguieron caminando muy lentamente. Era una experiencia paranormal.
Kate vio a su padre convertido en una estatua. La espera se hizo eterna. Kate comenzó a perder la paciencia.
—Ya di algo de una maldita…