Alex y Kate caminaron unas cuadras hasta llegar a una calle un poco más concurrida y menos apropiada para resbalarte con una cáscara de plátano. Solo había joven vagando a mitad de la noche.
Kate rodeaba a Alex como si este fuera un planeta con su propio campo gravitacional.
—¿Qué estás haciendo?
—Soy tu guardaespaldas y te estoy protegiendo.
—Eres un fantasma, no creo que puedas protegerme…
Alex se chocó con un sujeto que estaba tomando una cerveza directamente de la botella. La soltó sin querer. El ruido de la botella se escuchó en toda la calle e hizo que todos los jóvenes se levantaran y rodearan a Alex. El sujeto era mucho más alto y robusto que él. Era como una pared que le impedía el paso.
¿Cómo no lo he visto?, se preguntó.
Alex miró molesto a Kate. El fantasma miraba al cielo y silbaba, pasándole toda la responsabilidad a Alex.
—¿Ves lo que haces?
—Tú tiraste mi cerveza, era la última que tenía — el hombre robusto ocultaba su rostro tras una gorra negra. De su cara Alex solo pudo ver una boca de labios gruesos y un repugnante aliento alcohólico.
Alex no dijo nada. Buscaba una forma de escape con la mirada. No la encontró. El círculo que lo rodeaba se hizo más pequeño.
—Si quieres pagar tendrás que pagar. Diez soles por el peaje y diez soles por la cerveza que acabas de tirar — la botella estaba casi vacía —. Eso hace un total de cien soles.
—Alex, creo que deberías pagarle. Mis cálculos dicen que solo tienes un 0,0001% de probabilidades de ganarle en una pelea.
—¿Acaso eres una computadora? Además no pienso darle ni un centavo a un sujeto que no sabe sumar.
Alex sacó su arma de su bolsillo. Esto no intimido a su oponente, pero si al resto de su pandilla. El círculo se expandió un poco. De un manotazo, el hombre robusto hizo que Alex soltara el arma.
El hombre robusto notó que Alex no soltaba la maleta. Al contrario, apretó más el puño que la sostenía. Alex retrocedió al ver que el hombre robusto quería su maleta. Se chocó con un chico muy flaco, Alex podría ganarle en una pelea sin problemas. Le dio un empujón y el chico flaco trató de responder, pero el hombre robusto levantó la mano obligándolo a detenerse.
—Es mío.
El hombre robusto le dio un puñetazo en la cara a Alex haciéndolo retroceder. El flaco era el más inútil de la plantilla porque se cayó junto con Alex. El hombre robusto tomó la maleta. Vio que tenía una cerradura con cable. No importaba, tenía herramientas en casa.
Kate lo atravesó. El hombre robusto comenzó a temblar y soltó la maleta sin querer. Alex aprovechó esta distracción y le dio una patada en los testículos. El hombre robusto se puso de rodillas y chilló como un cantante de ópera.
—Estás muerto — gruñó el matón.
Con la maleta, Alex le dio un golpe en la quijada. El golpe fue tan fuerte que lo hizo escupir sangre y flema. El líquido viscoso manchó los zapatos de Alex. Los demás estaban dispuestos a atacar, eran más de veinte, pero se quedaron quietos al ver el arma flotar. Kate tomó el arma pesada y se la pasó a Alex. Este agarró el arma y apuntó a todos y a nadie
—Quiero que me dejen ir. He tenido un día muy pesado y no tengo problemas con jalar el gatillo.
El grupo se dispersó. Alex salió del círculo humano y se fue corriendo lo más rápido que pudo.
—¡Atrápenlo! — ordenó con rabia el hombre robusto. El dar esa orden le causó un ardor en su quijada. No quería decir nada más, se imaginaba a si mismo arrancándole los dientes con los dedos.
Alex escuchó ese grito y se le erizó la piel. Sabía que si esos sujetos lo atrapaban se podía despedir de su capacidad para caminar. Corrió aún más rápido. Le dolía la espalda y los muslos por la caída. Eso sin contar la cara, que se le estaba hinchando. Escuchó los pasos tormentosos con claridad, golpeando con fiereza la pista, y la variedad de insultos que le lanzaban. Algunos eran originales que obligaron a Alex a tomar notas mentales.
La persecución por las calles vacías duró poco y todo gracias a la nueva némesis de Alex: La cáscara de plátano. Pisó una y patino unos centímetros hasta que el golpe de un auto lo mandó volando. El conductor estaba cansado.
—¡Alex! — gritó Kate desesperada. No quería que se muriera. Ni ahora ni mañana.
Alex no murió. Se levantó de inmediato y disparó al auto. Le dio a uno de los espejos retrovisores. Con el arma en la mano le apuntó al conductor. Este levantó las manos, alejándola del volante.
—¡Baja del auto y dame las malditas llaves! — ordenó Alex.
—¡Alto! — gruñó el hombre robusto sediento de venganza.
Alex estaba harto de sus estupideces. Le disparó en la boca causándole más que un ardor en la mandíbula. La mitad de su boca estalló en pedazos dejando solo una lengua solitaria y un par de dientes.
Vaya, ese sujeto debe odiar al congresista que aprobó la ley de prohibir las cañitas en los restaurantes, pensó Kate.
El resto de la pandilla se fue corriendo a distintas direcciones.
El conductor le entregó las llaves y se alejó. Alex subió al auto y se fue. Kate se recostó en el asiento trasero.